Chascomús

   El viento sopla fuerte en Chascomús. Aprieta los ojos hasta que se le distorsiona la cara como acordeón, cachete y frunce solapando las pupilas, el poroto de la nariz húmedo y rojo de tanto frotarlo.
   El viento te hace fruncir mucho el ceño, te lo impregna a la cara. Por eso en las tundras, llanuras y páramos se envejece más rápido: imponen unas arrugas de roble. Buscá el mejor atajo a Las Heras y comprobalo, o a La Pampa, que además de frío es seco, seco. El soplete te deja una fruncida crónica.
   Pero aquel acordeonista de vientos no está en Chascomús. Ni cerca. Y aún así tensiona, tensiona ese rostro rugoso. Lo hace hundiendo el cuello en el hueco de los hombros, para darle más fuerza. También se soba las manos y las muñecas, envolviendo una sobre la otra, estirando el interior de la palma con el pulgar. Lo hace bien, con mucho vigor. Nadie puede reclamar el esmero con el que imita una mañana en su ciudad natal.
   Una manta le cuelga hasta los tobillos. Lo arropa y se sostiene por iniciativa propia. La gravedad, conmovida, se acopla a la intención: más se estira hasta el piso, mejor lo envuelve. El intérprete aporta con la apertura de los codos, para además de helado convertirse en percha y serle útil al cobertor. Cuando no está moviendo sus manos como loco, está cebando un mate bien calientito, amargo y con yuyos, los labios en un puchero anticipado mientras se acerca la bombilla a la boca.
   Las rodillas son parte de la obra. El hombre le pone el cuerpo entero, no es de hacer las cosas a medias. Y con las medias altas metidas en las chancletas, sacude las gambas con frenesí para mantener la temperatura y así quedarse fuera lo que quede del termo. Alterna el peso entre una pierna y otra, juega con eso como distracción. Cada tanto sin pensar tira un “pucha, qué bárbaro. No se puede vivir así, carajo, con este clima que te pela” en voz alta.
   Gira la cabeza y mira a la laguna que no está. Se acuerda de cuando gastó una luca en comprar anteojos especiales de eclipse para mirar el sol negro del 2019, mixtura de constelaciones única que pasa una vez cada saber cuántos años decía el diario, todo para que a las 5pm en el momento cúlmine unos nubarrones tapen la vista, los deje solos, prácticamente a oscuras y víctimas de una ventizca feroz a la orilla del Atalaya.
   Un vecino se asoma y ríe. Lo mofa. Canturrea algo sobre su cordura con ese clásico grito patotero, medio de cancha que tiene. Gil. Más le jode que además de metido es porteño. Qué sabrá. Vuelve la mirada al frente con los ojos chinitos haciéndose un ojal mientras de frente le soplan, soplan, soplan.
   Meditabundo, concluye que la próxima tendría que hacer lo mismo pero con facturas. Alguna torta negra, o medialuna rellena con dulce de leche. Mentira, un vigilante. ¿Habrá panaderías abiertas? Busca la respuesta en el horizonte de cemento, polvo y pelusas. Lo reemplaza por un muelle y se le escapa un lagrimón que se seca enseguida.
   El ventilador zumba fuerte en su balcón sobre Agüero. Todavía hacen como 18 o 20 grados en Buenos Aires. Se quiere matar. Si pudiese se escondería en la lengua de un pasto rebelde que crece en la grieta de una baldosa con tal de no pasar la cuarentena en esta ciudad, con ese vecino incapaz de entender lo sublime de su performance.
   No es el caso. Pero él sabe que el viento sopla fuerte en chascomús, así que cierra los ojos y se transporta.

Comentarios