Carta a Facu II

Papá era un tipo cariñoso. No le importaba nada, era bien cararota. Y le importaba todo, se enroscaba con las cosas más irrelevantes. Tu papá era un pelotudo, me dijo una vez mi tío, le encantaba llorar. Y era así. Reclamaba, lloraba, reía.
Llorar y reír es algo que hicimos juntos, aunque no me acuerde.
Tenía la edad desdoblada, una cualidad confusa para la familia. Sin avisar, restaba veinte años cuando Sofía marchaba por la puerta dando la orden de apagar la tele e ir a dormir y él, pedía cinco minutos más.
Pero nos íbamos a dormir. Yo dormía abajo, con la luz del baño prendida, en el cuarto al final del pasillo, y él arriba. Él bajaba cada cinco minutos para chequear que esté dormida. Y yo, expectante, no pegaba un ojo hasta asegurarme que él estaba bajando con la frecuencia pactada.
A veces se escondía atrás de una pared para saltar a los diez segundos y decir que había pasado el tiempo. Otras, se acostaba al lado mío y nos quedábamos abrazados. A Sofía no le gustaba ese exceso de atención. A papá no le importaba lo que pensaba Sofía.
Los lunes de los fines de semana que le tocaban a él, me levantaba 6am para emprender la hora de viaje al centro escuchando “niños cochinos” de Roberto Pettinato, charlando, y más adelante matándonos por cualquier cosa, comprometido con esa pelea hasta el día que ya no pudo manejar. En el medio aprendí que Sumo era una banda histórica, que Roberto tenía buena mano para el saxo y que Los Twist fue un fenómeno sin precedentes que tenía que entender. Lo entendí mucho más grande, pero pensé que se trataba de cieguitos me la sé entera.
El asiento de adelante me aguardaba religiosamente con un yogur con zucaritas, un huevo kinder que más adelante evolucionó a ser un kinder bueno, y, si era invierno, papá, que había subido unos minutos antes para prender la calefacción y que yo no pase frío. 
Aunque eso era lo único religioso que compartíamos, a los quince años tuvimos una discusión cerca de navidad que escaló hasta que los pacientes ojiabiertos del hospital austral vieron entrar a un hombre con su hija adolescente agarrada de los pelos llorando que no se quería confesar, y él caminando hacia el confesionario sin ningún tipo de piedad.
Unos días después nos enteramos que ya estaba en pleno auge su tercer tumor en la cabeza, y de nuevo lloramos pero abrazados.
Se podría decir que era un tipo muy conservador. No esperaba grandes cosas ni quería ganar mucha plata. Puede que lo que más haya querido sea una familia tradicional más que la ensamblada en la que caímos, pero él estaba chocho igual. La excepción (o la obviedad) de ese perfil bajo era su pasión por los all inclusive, de los que te dan pantuflas para el baño y los locatellis de las panaderías de recoleta. Giladas.
Y las mujeres. Le copaban las mujeres,  tanto que simpatizaba con Isidoro y se reía solo agitando "li-che-bo-li-chen-bo-li-che", ponía Turf a todo volumen con un dedito para arriba marcando el ritmo, y en un recital de High School Musical me comentó a mí y a mi amiga que "estaba muy buena esa Vanessa". Tu papá es gracioso, se rió ella después. Yo casi me muero. Doce tenía.
Pero lo que más escuché, hurgando en conversaciones que no son mías, es que era un amigo de fierro, era fiel. Lo comprobé en su entierro: no cabía la cantidad de gente. Éramos tantos. A mí me daba vergüenza cuando frenaba en la mitad de la calle, o se paraba de la mesa de donde estábamos comiendo para saludar a alguien que claramente no lo había reconocido y me arrastraba con un “es mi amigo pioja, mirá, vení. Vas a ver que me conoce”. Pero ahí estaban,
Eso no quita que era un pesado. Hacía montoneras a montones. Así, al azar, se te tiraba encima e invitaba a todos los presentes a copiarlo. Si estabas enojado por algo, era una provocación directa a una montonera. Hace poco yo convoqué una montonera, que terminó en carcajada general con un grupo de once personas que yo no conocía. Lo imagino a él encima mío cuando hago esas cosas.
Eso que antes de morir, papá estaba gordo, muy a su pesar, con un ojo chingado y un poco sordo. Mi abuela me pedía que le cante una canción de Doris Day, y él me repetía el estribillo con un “Será, será” risueño dirigido a nadie.
Se me hace un rompecabezas difícil de armar, mi papá. Demasiadas piezas para acoplar, demasiadas piezas que perdí. Cada tanto cuando almuerzo con mi familia, o en un asado de cumpleaños, resulta que alguien tiene una olvidada en el bolsillo, o en el bolsillo interno de alguna cartera. Pero las mejores aparecen cuando se me acercan desconocidos en el trabajo, en la calle, en los lugares más insólitos y me dicen “¿Vos sos la hija de Facu? Yo conocí a tu papá”, y me río, y lo sigo armando por Buenos Aires.

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