Lengua Afuera

 - Dame el chupetín-, le digo.

y se da vuelta para dejarme lamer lo que queda de sabor y azúcar en su boca. Me acerca esa boca abierta, lengua fuera. Una oleada intensa, acuosa, acolchada, suave, me voy a morir. Floto con su lengua pausada en la mía, tensa antes de desmoronarse y buscarme de nuevo. Vamos encontrando lugar en nuestros mentones. ¿Cómo puede ahogarme así? Entreteje la respiración con su saliva y deja un hilo de besos entreabiertos, sostenidos apenas de las puntas de los dedos y de las lenguas. Agustín nos mira y se ríe. Estamos en la mitad de la fiesta.

- Están re putas las dos

El calor ahora se condensa en mi pecho. Me queda atascada la respiración en la garganta. La puedo desglosar parte por parte: huesos, cuerdas, cartílago y nada de aire. Miro alrededor, a un costado, al otro. No encuentro dónde hacer foco. Pero no pasa nada. No pasa nada. No significa nada. Miro para abajo, mi bota se manchó con barro. Trato de sacarme la mancha con el otro pie y se esparce. La suela es un asco. Es solo un chupetín. Era un chiste.

- Epa, ¿te agarró la persecuta? 

Agustín tiene pelo largo, pero le quedaba mejor corto. Le cascadea sobre los hombros. Me molesta el reflejo de las luces en él. Tiene un aura grasosa que esquivo ladeando la cabeza, riendo. Le arrancaría todos los pelos uno por uno. Detrás de él pero no hay nadie. Hay cuerpos que no son de nadie perdidos en una alfombra verde. Se desarma a pisotones. Tiene que haber una cara conocida a la que correr para convertirme en sombra y que él me vea. Ahí sí me vea. Me muerdo el labio, todavía hinchado. Él también daba lindos besos. Su remera negra suelta me vuelve intrusiva una y otra vez desde que la vi llegar. Es esa, la negra linda, la que le expone el cuello y los pocos pelos del pecho. Se estira. Me estira entera los brazos cuando la acaricio el cuello y la subo despacio, dejándola unos segundos sobre su cara. Le doy un beso a esa tela suave que huele a él más que él. Él la hace un bollo y la tira y yo corro a buscarla como un perro. Olfateo hondo, su olor siempre me queda corto.

Una luz me corta. Es Agustín, que ahora está al lado mío. Sin su aura de polilla-encandilada-atrapa-luces el flash me pega de lleno. Busca la remera conmigo. No me gusta que me lea los pensamientos, pero me cuelgo de su brazo y buscamos juntos. Es una fiesta de hojas carnosas. Sedosas. Todos los árboles están vestidos de un ocre empedernido: las copas pasadas de amarillo se rehúsan a caer. El calor sostiene a toda la gama de colores agotados. Se tiñen de nuestras luces. Hacen de pantalla y de banda y de cielo y se estiran por sobre esta fiesta que les ofrendamos. El cielo brilla, cada estrella es una gotita de agua. Cada gotita se acumula en la curva de cada hoja hasta formar un piletón que se derrama encima mío. Me empapa. Me entra en la nariz. Me cuesta respirar. ¿Me ahogo? Suelto a Agustín y mi mirada cae en mi mano que sostiene un vaso vacío. Tengo el vaso vacío. Me quedé sin gin, le digo, y giro para ir a la barra.

Camino sin sacar la vista del cielo. Es enorme, amplio, generoso, tiene lugar de sobra para todos. Entramos todos. Se abre eterno. Sí, respiro. ¿Hasta dónde? Trato de llegar con los ojos pero un codo me tira el vaso. Nuestra escala no es la de las galaxias, es la de las decenas de siluetas borrosas. En la tierra no entramos todos. Las sombras se escapan de la pileta. Se reproducen desde los bordes iluminados a medida que el agua se vacía. Nadan en cualquier dirección. Veo cuerpos apelotonados desprenderse. Se dispersan. Corren hacia el bosque. Las fiestas son mejores afuera, entre árboles que sacuden sus copas y hacen ruido de palo de lluvia. ¿Quién tendrá azúcar?

La barra es chata y rectangular. Una silueta que crece del piso, llena de frutas y botellas de soda y de agua tónica y pomelo. No tiene luces y eso mantiene a las sombras cerca. Veo con las manos restos de pulpa y semillas y masas deformes manoseadas, escondidas entre botellas. Mi lengua reconoce la textura del durazno por cómo se hunde en mis yemas. Queda hecho una papilla amoretonada. Trituro trozos jugosos de fruta tibia. Comida para sombras. Muchas sombras vienen y van y se llevan bocaditos machucados. Me corren para un costado y para el otro. Permiso. Disculpá. Están famélicas.

Me apoyo entre duraznos derretidos de cara al jardín. Una carpa con luces naranjas y rojas escupe música que me rebota en el pecho. Pum, pum, pum. Me toco con la palma en cada golpe. El corazón palpita al mismo ritmo. El sonido rebota en cada partícula de aire. De un costado al otro. Left, left, left, right, left. Un canto de marcha me llega desde lejos. Marcho sola, dejando cada vez más segundos entre mí y las figuras a contraluz que van a coro. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Me sintonizo y pum: todo mi cuerpo. Pum, cric, crash, crujen los hielos bajo mis pies. El jardín es un campo minado de hielos caídos. Hielos que vamos atomizando. Que se parten en coro y evaporan en una niebla que nos consume. O quizás el vapor es mío. Es nuestro. Sale de nuestro cuerpo acalorado. Vamos con la lengua afuera. Como los perros. Exudando vapor. Buscando azúcar. Los árboles se arriman para formar un claro. Un descampado de roces relucientes. Imitamos a las galaxias.

- ¿Todo bien? 

Sigo en la barra. ¿Hace cuánto? La sombra que tengo al lado es alta, alargada. Me vuelca un poco de su sombra encima mío. 

- Me estaba haciendo un gin. ¿Me lo hacés? 

- Claro, preciosa.

Reconozco la voz. No me gusta su voz. No me gusta que me digan preciosa, tampoco. La sombra está moviendo sus labios. Debería decirle algo. 

- Está buenísimo esto. 

- ¿Con quién te volvés? 

Se me acerca mucho. Su rostro toma forma. Es alargado como su sombra. Tiene una boca ancha. La abre mucho cuando habla. Había una película de un japonés que tenía una sombra, un sin rostro, que podía comerse a la gente de un bocado. Yo en esa boca entro. Debe estar toda pastosa y con aliento a humo atrapado. Un aliento estanco conocido. Le toco el brazo. Preparo un puchero, con los labios un poco entreabiertos. No, no pará, no tanto. Parece que me estoy por babear, por dormir. Pruebo de nuevo, haciendo ojitos desde abajo:

- ¿No tenés azuquitar vos? Un poco nada más.

Me pone la mano en la espalda, es un rejunte de raíces frías. Se abren y se me incrustan de a una, de a poco. Miro alrededor, pero no lo distingo a él entre el resto: todas las remeras son negras. La sombra insiste: solo me está tocando la espalda, pero la tengo muy cerca y no está buscando nada. Ni azúcar, ni gin, ni rastros de la película japonesa que sigue corriendo en mi cabeza. Me busca solo la espalda. La remera no me cubre y se me eriza la piel. Tengo cada vez más sombra en la cara, en la ropa. Que se vaya solo, que me deje en paz, que no me coma.

- Uy-, digo. 

Y me voy sin darle tiempo a que abra su boca. A que me trague en un bocado. Voy en zig zag y doblo cada pocos pasos para que no me pueda seguir. Me escabullo entre torsos y brazos y respiro hondo y llego a un conglomerado de reposeras. Estamos al lado de la pileta. Las reposeras están rodeadas de conversaciones. Zumban y les cantan a los árboles. Las copas bailan: ¿por qué el viento no baja a la tierra? Cómo hace para no bajar y quedarse charlando en el amarillo titilante de las ramas. Soplo bajito para que el viento me preste atención.

- Sí, qué calor, ¿no?-, me responde una persona. 

Tiene mechones de pelo pegados a la cara. Las gotas de agua que caen de las estrellas le engominan los rulos al cuello. O tal vez son desprendimientos que brotan de la pileta y se encastran en la piel. No sé. Él se mueve a un costado, el aire cambia de color. Me invita a ocupar su lugar. Estoy en una ronda donde la gente se ríe y empiezo a reír también. Las risas me acarician el pecho como cuando me rasco con la punta de los dedos. Hacen que mi pelo pasee de acá para allá y cambie de color. ¿Se sentirá como rebotar?

La persona me pasa un trago. Es un vaso de plástico grande de color. Si hubiera sol sería rojo por fuera, pero es negro. No existen los vasos de cotillón negro. El blanco de los bordes fluoresce. El líquido es translúcido, puedo ver los hielos atravesados por las luces, por corrientes y pintas que surcan por su centro. Le pregunto cómo hizo.

- Es gin-, me responde. 

- No, es una galaxia. Miren.

El círculo celebra. El aire cambia de color de vuelta. Otra persona ocupa el nuevo hueco. Trae fruta recién cortada en una tabla. Rodajas de pulpa y cubos henchidos de jugo chorrean por mis dedos. 

Las sombras de la pileta quieren fruta. Nuevas caras con mechones pegoteados al cuerpo. Con tal de saciar el calor salen apelmazadas a la noche. Dejan charcos por donde van y se les pega la fiesta a la piel. Un farol en el agua convierte a una sombra en una chica. Aparece de pies a cabeza. Entran sus patitas y es todo piel hasta que irrumpe una bombacha de bikini rojo tiro alto, muy finita, con un moño que le corona la cintura. Su cuerpo sesea como una brasa que se sumerge en el agua. La atrapa, traga y disuelve.

- Mor domal ar ven ven. 

La sombra está cerca mío. La música pulsa en el aire y le rompe todas las palabras. Trato de avisarle pero tengo la lengua pastosa. ¿Qué parte del cuerpo está conectada a la lengua? Está tirada en la base de mi boca, inmóvil, hinchada como los cubos de fruta. Si aprieto tal vez babee. Miro para escuchar mejor pero las palabras se convierten en zumbido. Me miran y me bzzz crjjj bric

- ¿Lua?-, me pregunta-, ¿estranj bine?

El bzz se convierte en un cosquilleo y la cosquilla me sube de las manos a los codos al pecho, me estruja los capilares del pulmón. Unas manos me tapan los ojos y me sacan de la ronda. Sus dedos son largos y ásperos porque tocan la guitarra. Le siento los callos sobre el cachete.

- Cerrá los ojos y abrí la boca, nena-, me dice. 

- Ahre

Pero abro la boca y lo espero. Escucho como se desenrosca el ruido de la tapa de plástico. Puedo escuchar el desgaste de los abrires y cerrares acumulados, entrecortados por el polvo y la arena de otras fiestas. El dedo de Agustín busca mi lengua y presiona. Sabe a tierra. Se hunde y lo dejo. Llega hasta que no hay más dedo para hundir y al salir me arrastra con él. Va estirando mis labios hasta dejar mi boca entreabierta. Pausa.   

Bailamos. Respiro, respiro bien. Sudo. Bailo. La fiesta es una despensa llena de frascos ajenos en conserva. Hay hileras, filas, montones de frascos apilados, cerrados a presión, escondidos bajo la mesada, en la despensa, enterrados en el jardín, nadando en la pileta, volando entre las copas de los árboles, estrellándose contra la pared, cayendo en picada, ahogándose en el humo de la máquina. Frascos llenos, vacíos, con y sin azúcar. 

Piso y me muevo. ¿Estoy bailando raro? Estoy moviendo la cintura demasiado. Levanto los brazos y bailo bajo ellos. El corazón me late muy rápido. Los brazos me pesan. Todo el cuerpo quiere caer y me pesa. El claro es una trampa, el viento de los árboles se ve atraído por este epicentro que es nuestra ofrenda. Las ofrendas atraen a los dioses. ¿Qué hicimos? Busco demonios entre las copas de los árboles, en las copas que hay en el piso, en mi mano. El vaso en mi mano sigue vacío. Nunca dejé el vaso.

La barra no está más. Veo fragmentos flotando entre baches de luz y los fragmentos cambian de lugar con las personas. Me abro entre huecos pero los fragmentos son impredecibles. No paran de mutar. La gente está muy cerca y me choca. No alcanza el aire para todos. La música ocupa mucho aire y empieza a estrangularme. O no. No. La música no hace eso. Tiro el vaso. No tomé agua todavía. No tengo sed pero la siento. En algún lugar tiene que haber más agua, o más cristalitos que quepan en una yema.

- Jaja, sí. La música, uf. 

- ¿Qué dijiste?

Miro al costado y es esa remera negra. Me habla. ¿Qué dijiste, tarada? Quiso decir. Me escupe las palabras fibra por fibra y su remera se deshace encima mío. ¿Yo qué quise decir? Algo de la música. Él no sabe de la música y el lugar que ocupa. Es que estaba haciendo algo tan raro. Me ahogaba. Pero ahora está bien, la música. 

- Lo digo por mí, digo... 

Ni me responde. Lo tengo en frente con una ceja levantada. Me desprecia. Hago un gesto con la mano, empujo la frase a un lado. La tiro lejos. No salió de mí. Me quedo mirando a donde la empujé y me voy para allá.

Voy entre la gente. Atrás de una frase. En péndulos. Buscando roces que me limpien los restos de la remera deshecha. Camino mirando un punto fijo, así nadie me habla. La fiesta se abre paso. El aire se convierte en azúcar impalpable. Mis pasos flotan. Miro los brazos que tratan de llegar a las copas de los árboles. Bailan con ellas sin saber. Las luces los atrapan en cápsulas brillantes. El claro es un escenario de brazos rojos, verdes, largos, haciendo torsiones, invocando a los cielos, siguiendo a sus manos, sus dedos acariciando el viento hacia un lado y el otro casi sin moverse. El jardín se divide en un RGB casero de rojo pasto, verde brazo y vasos de galaxias de gin tonic azuladas. Las luces se apagan y prenden exponiendo el perfil de cada lengua afuera. Hay un tacto acumulado que nos va cargando el cuerpo. Somos muchos pisando a la vez. El calor del baile convierte el claro en un sauna de frascos abiertos. Sueltan vapor. Chorrean sudor. Se descomponen en grumos de azúcar que atraen hormigas hambrientas. Algunas se me suben al cuerpo. Me caminan las piernas. Me rasco y me quedan rajaduras de piel seca. No las veo pero siento cada patita. Me rasco los brazos, la espalda. Me rasco el corazón, que me late rápido. Parezco de tiza, toda rayada. Dejo de rascarme. No hay hormigas. Las hormigas no van a fiestas al aire libre: se quedan atascadas en el barro si las pisan.

Me concentro en subir los brazos y bailar bajo ellos. Bailo. No respiro pero bailo. Estamos todos de frente, mirando hacia los parlantes que nos soplan música. Hinchan el claro con cada vibración. Ocupan los espacios entre personas. Se filtran bajo tierra. Cada vez más, cada vez más fuerte. Se está inundando el claro. El aire se tensa como un globo. El ambiente se pone tirante. Me tira de la ropa hacia abajo. Me tira del pelo. Me hunde desde un punto en el pecho hasta el centro de la tierra. Me está chupando como una aspiradora al vacío, me consume en un intento de quedarse con todo mi resto.

Me tapo los ojos con las manos. Trato de cubrir las orejas con los hombros. No lo quiero escuchar explotar. Me abro caminos entre los árboles. Muchos. Decenas. Las raíces escarban por debajo nuestro. Pueden hacer sucumbir esta casa. Este jardín. Busco una despensa. Busco una despensa mientras todo tiembla. No respiro. No. Sí, sí respiro. Inhalo. Nos vamos a morir, pero no ahora. Me saco las manos de la cara para ver al DJ y sigo bailando. En algún lugar, sé que dejé una despensa. En algún hueco está. Puedo ir por cualquier camino. Todos los caminos son correctos en el bosque.

- ¡Dale, dale, dale!

¡Juliana! Qué alivio. ¡Qué alivio! La alegría le salpica. Se une a mis gritos. ¡Nos encontramos! ¡Al fin! Pegamos saltos en círculos. Somos un faro en la pista de baile. Juliana brilla. Está llena de glitter. Mi cara, ahora metida en su cuello, se llena de microplásticos titilantes. Las luces nos buscan para rebotar desde nuestros cachetes hacia el resto de la pista. Más personas se suman al abrazo. Nunca estuve tan pero tan feliz. Me acomodo en su piel. La miro desde. Es esto. Ella tiene los ojos cerrados y tilda la cabeza hacia arriba, con la lengua afuera. Cambia de color. A la altura de mis codos hay tantas galaxias. Tantas. Respiro muy profundo. Ya no exhalo, soplo. Nos arrodillamos para volver a subir. El agua de los hielos derretidos sesea y nos habla. Los zapatos se hunden en el barro y el barro empieza a temblar. ¿Por qué tiembla el barro?

Miro alrededor.  Veo los caminos que armé en mi cabeza abrirse paso entre los árboles. El claro se abre al bosque. Las hormigas se caen y dispersan veloces. Los hielos tiritan, titilan y chocan entre sí. Se estiran en sus charcos y flotan, se atascan. El barro se come los pies danzantes. Llega más alto, a los tobillos. Llega más lejos. Se hace más profundo y comienza a tragarse todo lo que tiene cerca. Las hojas de los árboles se agitan todas en una misma dirección. Nos alertan de algo. Hacen un sonido que penetra en cada globo de aire y despeja los huecos entre personas. Limpia los caminos: es una estampida.  

Una jauría de perros entra a la fiesta. Corren entre persona y persona, persona y mesa, entre pileta y claro, no hay vacío, solo hay perros. Si me muevo, me atropella un perro. Me caigo y los demás me pisan. Me hunden en el barro hasta quedar con solo partecitas a la vista. Imperceptible. Irrescatable. Son galgos enormes, musculosos. Dejan estelas de aire cuando pasan. La gente se deja atrapar mientras baila. Bailan en sus cápsulas de luz sin problema. Y los perros galgos se vuelven borrosos en su ir y venir. Parecen tiras de cine de mala calidad, del color de las hojas, que es el color de las luces, ¿que son el color de qué? 

Pruebo pasos lentos. Esquivo sombras. Me muevo sin hacer ruido, lento para que no me vean, pero es peor. Intentar anticiparme a cada perro es peor. En algún lugar hay una despensa. Cada paso, por corto que sea, me acerca a la despensa. ¿O no? O es como cruzar un mar. No se puede cruzar nadando el mar. 

- Yo sé que está-, tranquilizo a una sombra.

Me agarro de su hombro para que no me coma el barro. Me sacude de un movimiento brusco, con el ceño fruncido, y  se aleja. “Cuidado” me dice. Entonces, un perro frena. Ladea la cabeza. Los ojos le brillan. Tienen mucha luz. Es gris, blando, suave. Sus grises, blancos y negros moteados se funden uno en el otro. Agacha sus piernas delanteras hasta quedar a mis pies y me invita a treparlo. Quiere que salgamos a pasear. Es hermoso. Es un galgo hermoso. 

Nos corre el viento. El pelo se me esparce y estira y vuela y soy una copa más. Vamos con la lengua afuera, atrapando aire. Me entra el aire que tanto faltaba. Solo había que ir más rápido. Vamos directo hacia la barra. Hay una hilera de pequeñas galaxias abandonadas. Se prepara, se agacha y salta dentro de una. Pide permiso a las estrellas y se abre paso. Nos sumergimos en una baba brillante, violeta, azul, moteada. Me cubre un manto de estrellas caídas. Me ahoga y me entra en los pulmones y expulsa todo el aire que tengo dentro. Se concentra. Se tensa. Nos consume. Sobrepasa sus límites. Va a explotar. Es una supernova que va a implosionar y derramarse encima de toda la fiesta, pero yo estoy cada vez más lejos. Puedo ver el claro desde afuera, desde la copa de un árbol. Todo va a explotar, no hay remedio. Es inevitable. Las copas hacen su canto. Le guiñan a los dioses para que hagan lo suyo. No pasa nada. Todos vamos a sobrevivir la noche. Me agarro del cuello del perro con ambos brazos. Vamos más hondo, hacia las raíces, hacia otra galaxia, hacia otra fiesta color ocre. Levanto un brazo antes de desaparecer, para dar un último saludo a esta fiesta. Gracias por venir a la fiesta.

Alguien aprovecha y me desmonta de un jalón. Caigo en el pasto. Los colores desaparecen. El jardín está oscuro. No hay rojos, ni verdes, ni amarillos, ni pantallas en las hojas. Todo pertenece a la noche. El jardín está color noche. No le caben las galaxias en su agujero negro. El aire está helado en mi nariz. Está todo embarrado, poceado por la estampida. Los muslos se me hunden a medias entre huecos incómodos. No sé de qué color era mi ropa. Soy una mancha oscura. Marrón. La noche es color marrón: es lo que pasa cuando todos los colores se mezclan. Cuando se pierden. Cuando los ignoran. Me castañean los dientes. Inhalo, exhalo, cada vez más rápido. ¿Estamos en silencio? Miro mi mano, hundida en el pasto, sobre hielos y charcos. Mi otra mano termina en la de Juliana, que está arrodillada frente a un frasco enorme. Un frasco oscuro donde corren perros y caen copos de nieve como azúcar impalpable. El frasco tiene nuestro nombre. Adentro se abre un bosque, lleno de caminos y, en algún lugar, una despensa. Juliana tiene miedo. Me agarra del mentón y me obliga a mirarla. No me puedo enfocar. Quiero mirar adentro del frasco y no me deja. Quiero mirarla a ella, pero se funde con el fondo. Sus dedos me duelen. Adentro es todo azúcar, suave, glaseada, yo lo sé. Pienso en la gente que nadaba en una brillantina gelatinosa. Trato de sacármela de encima. Trato de abrir el frasco pero Juliana me agarra de los hombros. Me habla. Tranquila. Amiga, amiga, mirame. Amiga, me dice. Amiga, no queda más nadie en la fiesta. Ya está. 


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