Hambre en el manglar

Acercó el dedo despacio a la placa vieja de la portería. Era como un edificio en miniatura y su dedo subía rozando uno por uno los timbres: primero… segundo… tercero… cuarto…  quinto… Malena. El botón se le hundió en la yema y le dolió. ¿Había apretado bien? 

    - ¿Hola?

Una voz metálica con resabios de reptil respondió. Una voz tajada, con cortes y grietas ásperas. La voz de Sylvia. Lua tomó aire.

    - Soy la.. yo… vine por Malena.     - ....     - Estoy abajo.     - Sí. Eso está claro. 

Después un clac. Lua quedó esperando con la mirada fija en la placa dorada: la calmaba. Ella podría vivir ahí, sobre el botón de un tercero, o un octavo. Cerca de Malena. Trepar a su casa con cosas para comer. Malena amaba las medialunas con jamón y queso. Podrían desayunar con el sol calentándoles las remeras estiradas que usaban de pijama. Malena tendría el pelo hecho una maraña. Todo olería a harina horneada, y polvo, y sol y el pegote de la piel recién levantada. No había traído nada para el té. 

Dudó en volver a tocar el timbre. Acercó el dedo un par de veces pero desistió. Miró las cuadras que cortaban la calle Paraná por las que podría irse, y por las que terminaría volviendo. Entonces la escuchó.

Escuchó la primera puerta, la de vidrio, y los pasos ligeros y apresurados sobre la escalera. Eran arrítmicos y torpes. No era Malena. Escuchó las suelas de los zapatos desgastados deslizar y hacer fuerza para girar el picaporte hasta que logró asomar una mano. Una mano muy pequeña, arrugada, llena de venas y sangre coagulada en los nudillos. Luego otra. Después un pie. Y finalmente, todo el cuerpo de Amalia. 

    - ¡Hola vieja! Qué linda estás. ¿Te dijeron que sos muy linda? Y muy flaca, vieja. Qué linda sos. 

Lua le murmuró “gracias” mientras la pasaba de largo. Llegó en pocos pasos a la puerta de vidrio y esperó. Amalia volvía despacio porque ya no tenía apuro. Iba un pie a la vez, frenando entre paso y paso para buscar en sus bolsillos las llaves que sin razón había vuelto a guardar. Encontró la que buscaba y temblando la metió en la cerradura. No era. La sacó y probó con otra. Lua miraba a través del vidrio a la puerta del ascensor: mentalmente, ella ya estaba del otro lado. La puerta abrió. Lua la empujó de par en par y corrió al ascensor antes de que se les escapara. 

El ascensor de Paraná era viejo, como la voz de Amalia. Tenía olor a madera y hierro. Un ascensor antiguo con un espejo y un banco para sentarse aunque fueran siete pisos nada más. Las puertas se arrastraban y cerraban con ruido. Las sogas que tiraban de la polea traqueteaban con un temblor agudo. No tenía nada dorado pero era como estar dentro de un cuadro con bordes ornamentales bañados en oro. 

    - ¿Qué hacés vieja? Qué linda sos. ¿Te lo dijeron, no?     - Mmmm... Gracias, Amalia.      - ¿A qué colegio vas vos?      - No, no voy al colegio Amalia. Estoy… no voy al colegio.      - Sos muy linda. Cuidado en la calle. ¿Sabés qué vi hoy? 

El ascensor retumbó al llegar al sexto piso y Lua se salvó de responder. Bajó y se quedó esperando frente a la entrada, una puerta hecha de espejos. El ascensor y su retumbe se podían escuchar desde varias partes de la casa. Malena no podía no haberlo escuchado. Se la imaginó corriendo por el pasillo para abrirle. Lua quiso arreglarse en el reflejo de la puerta pero se encontró primero con el reflejo de Amalia. Había esquivado su mirada desde que llegó. Viéndola ahora, le pareció que tenía algo en las pupilas, algo que bailaba. Se acercó para ver qué era. Su respiración empezó a esfumar la imagen que tenía enfrente. La puerta se abrió y apareció Sylvia, apoyada al marco sobre un brazo. Lua, vergonzosamente cerca, se alejó. 

    - Vos Amalia, dale, andá. Rajá. 

Sylvia le dio un empujón en la espalda. A tropezones, entró a la casa y se fue hablando sola por el pasillo. Miró entonces a Lua y Lua miró para abajo. El terror le pudo más que la educación. Sylvia le dijo: 

    - ¿Vas a entrar? ¿O viniste a que miremos como te quedás parada en la puerta?

Lua abrió la boca para decir algo, lo que fuera, pero antes apareció Malena. Abrazó a su abuela por la cintura y asomó la cabeza por un costado para saludar. Era hermosa. Se conocían hacía unos meses, aunque Lua la tenía vista hacía años. Se la cruzaba en el café de su esquina, en materias optativas, en fiestas. Haberse animado a hablarle era un orgullo enorme para ella. Que le haya llevado el apunte, algo impensado. Se veían mucho. Lua intentaba verla lo más que podía. Por alguna razón, Malena insistía en que fuera, casi siempre, en lo de sus abuelos. 

Aprovechó que ya tenía la boca abierta para hablar y le dijo en voz baja:

    - Tengo algo para mostrarte     - Ahora me mostrás-, le sonrió Malena. 

Y así como apareció, con su pelo rubio ondulado flotando a un costado, flameando por la ventilación cruzada, Malena soltó la cintura de su abuela y se fue dando saltos hacia los pasillos. Usaba ropa suelta: pantalones ababuchados cerrados en el tobillo y remeras con mangas anchas o mucha caída. Ella siempre flotaba. La ropa flotaba con ella. Desde el fondo del pasillo, antes que se la tragara la casa, Malena le hizo un gesto con la mano para que la siga. Lua se mordió un poco el labio.

    - Perdón…gracias-, le dijo a Sylvia.

Y se apuró hacia Malena, sin correr. Queriendo mantener la compostura. 

Paraná se abría como los manglares. El cuarto de Malena quedaba a la derecha, luego a la izquierda, cruzando una puerta y al fondo de un pasillo subiendo una pequeña escalera. Entre espejo, pasillo, puerta, y puertas espejo, las arterias de la casa se comunicaban y llevaban mensajes de un lado a otro. Lua sabía dónde quedaba el cuarto de Malena, pero nunca parecía quedar donde quedaba antes. Cada vez que recorrían ese tramo, aparecía una escalera, un ropero nuevo o un cuarto que nunca había visto. Tal vez fuera que su mirada estaba siempre en ella. La seguía como se sigue a una corriente y todo lo demás quedaba demorado en la orilla.

Llegaron hasta una puerta que no conocía. Malena frenó en seco y casi chocan. A esa distancia podía olerla. Malena olía a río, y a hojas secas. La miró para decirle algo. Tenía la costumbre de abrir la boca y quedarse unos segundos en silencio antes de empezar a hablar. Sus pestañas cortas, rubias, quedaron bajo un rayo de sol perdido que entraba por quién sabe dónde. 

    - Llegaste justo-, le dijo, y abrió la puerta.

El brillo que entró del otro lado la encandiló. Lua se cubrió los ojos con la mano hasta que empezó a dilucidar formas de a poco: no podía ser. No había otras puertas. No había otros pasillos. Pero ahí estaba Sylvia, preparando algo sobre la vieja mesa redonda con bordes de mimbre y rueditas.

    - Estábamos por arrancar el mate-, explicó Malena contenta. 

Entró y se sentó al lado de su abuela. Una columna de vapor salía del termo en frente de ella y le esfumaba la cara. El vapor subía hasta el techo. Diagramaba nuevas manchas de humedad sobre las ya instaladas manchas de humedad. Las gotas se condensaban en un baile frágil, aferradas una de la otra. Se distribuían para no volver al lugar en el que Lua estaba clavada, metros más abajo, cerca del termo. El agua se veía pasada para un mate. 

    - Vos tomabas mate, ¿no?-, le preguntó Malena. 

Pensó en algo gracioso que responder antes de bajar la mirada. Malena y Lua se habían conocido en un recreo tomando mate. Gracias a Malena, en realidad, Lua empezó a tomar mate. Y a fumar, que es lo que se hacía entre clases. Buscó en su memoria, cualquier anécdota servía, pero para cuando se le ocurrió algo Malena ya no le prestaba atención. Le contaba a su abuela que había ido a una fiesta en un bosque hacía unos días con Juliana, esa chica rubia que le había caído tan bien. Mientras, Sylvia cebaba el primer mate. El agua estaba tan caliente que la yerba se envolvía en sí misma como si quisiera protegerse. Lua presintió que ese mate era para ella. Sylvia no la miró cuando se lo extendió, miraba a Malena, pero el mate era definitivamente para ella. Tuvo miedo de quemarse. Con el mate. De quemarse y decir algo, o de quemarse y no decir nada y que se queme otro después y sea su culpa.  

Cric, cric….cric….cccrrrrrric. Lua giró la cabeza. Del otro lado del cuarto, en un rincón ensombrecido por la cortina vieja de la ventana, estaba Alejandro junto a su ojo de vidrio. Lua no tenía problema en sacrificar a Alejandro. Quiso ofrecer que el primer mate lo tomara él, pero Sylvia no la miraba y Lua no quería interrumpir a Malena. Alejandro, exento de la ronda, continuó con el cric….cric de su encendedor. La miraba fijo con su ojo bueno. Sacó un cigarrillo del paquete despacio. Lo acomodó en su boca entreabierta. Solo faltaba prenderlo. Cric..crriicc…El brazo de Sylvia con el mate estaba cada vez más cerca. La chispa, cric… no prendía. Malena no paraba de hablar y Lua no podía interrumpirla para defenderse. Cric,...cric. El mate sobrevolaba la mano de Lua cuando de repente Malena, perdida en su historia, la envolvió en un mimo. Apenas las manos se tocaron, Sylvia gritó y tiró el mate en dirección a Alejandro, que había logrado prender el fuego y el cigarrillo.

    - ¡Alejandro! Casi me quemo del susto. Salí de acá. Acá no se fuma. Vos sabés que no se fuma, andá a tu cuarto. 

El piso era un charco de pintas de yerba. El vapor emanaba de todos lados, como agua de pantano. Alejandro no reaccionó. Lua, su mano hecha un sapo bajo la mano de Malena, no se atrevía a moverse. Un aura de calor las rodeó a medida que el agua del piso se expandía. Sylvia volvió despacio su mirada a las manos de las chicas. Lua sintió su sangre volverse tibia. Sintió que podía llegar a desintegrarse hasta formar parte del charco sucio en el piso. Nadie miró a Alejandro levantarse. Ni al ojo que en el sobresalto se le había caído de su cuenca. Se fue lento, gimiendo bajito, con el cigarrillo apagado en la mano. Tosiendo a bocanadas las quejas de su pulmón en abstinencia. Se arrastró hacia el pasillo, acompañado por un hilo de agua caliente que se abría camino aferrado a la goma de su zapato. Seguido por su ojo, que comenzó a caer por ese arroyito tras él. Y Alejandro se fue, lento, a reunirse con Amalia. O eso supuso Lua. Malena siguió contando sobre su fin de semana. Sylvia agarró la caja de Marlboro que Alejandro había dejado atrás y buscó un encendedor en su cartera. Con un movimiento preciso sacó un cigarrillo y lo prendió. Recién entonces levantó la mirada para buscar la de Lua. Aspiró hondo , entrecerró los ojos sin perderla jamás de vista, y soltó una humareda en su dirección. Le dijo, por encima de la voz de Malena, como si no hubiera nadie más:

    - El humo le hace mal. 

Lua se dejó envolver por la nube. Quedó adentro de una pincelada gris como el espejo del ascensor. No veía nada. No podía respirar pero no se desesperó: no le hacía falta tomar aire para estar quieta. Se dejó perder en la niebla. El único rastro de la habitación era la voz de Malena, que mantenía su liviandad. No perdía el ritmo. Era perfecta. Lua se quería mecer en el aire que provenía de ella, pero la distrajo un golpe seco. ¿Podría ser? ¿Que fuera ella llegando al sexto piso? ¿Que nunca se hubiera bajado del ascensor y Malena estuviera corriendo a la puerta? Se miró los pies en busca de la alfombra del ascensor. Se encontró en vez con el ojo de vidrio de Alejandro. La miraba. Tenía algo que decirle. Tenía algo en la pupila. Algo parecido a lo que bailando vio en los ojos de Amalia. Se agachó para verlo de cerca, pero el humo se empezó a esfumar y el ojo dio media vuelta y se fue. 

Malena terminó su anécdota y preguntó qué comían hoy. 

    - Ah sí. Comida. Es una pena que no merendamos nada-, respondió Sylvia.

La mesa era redonda. De vidrio negro. Estaba tan pulida que parecía espejada. Daban ganas de tirarse encima. De apoyar la cara contra la superficie suave. Fría seguramente. Un mar al que se entraba entre olas de sillas de hilo verde agua. Flotaba entre copas de vidrio grueso talladas, botellas de alcohol que no se distinguía si estaban vacías o vencidas y sillones mullidos que ya no volvían a su lugar por el uso y la vejez. 

Lua ponía los individuales pensando en que lo más probable era que los tuviera que sacar. Sabía que había un criterio para poner la mesa. Sabía que ella no lo sabía. Entonces ponía la mesa con pausas exageradas para que alguien la viera y se percatara del error pero no había nadie. Estaba sola. Las demás personas se encontraban perdidas por el manglar. La casa crujía. Tenía vida. Una vida marrón, transcurriendo bajo la superficie, bombeando sangre a través de sus paredes. Era fácil perderse en las manchas de humedad. O en el eco de los baños antiguos.

Malena había ido al mercado. Lua había insistido en acompañar. Tenía el buzo puesto, los cordones atados. Se habían mirado con una sonrisa. Lua ya tenía su mano sobre el picaporte cuando Sylvia las alcanzó. 

    - ¿Quién va a poner la mesa?-, les preguntó severa.

Faltaban dos horas para cenar. Malena miró a Lua levantando un hombro. Le hizo un gesto, como un puchero de costado. Así que ahí estaba. Sola. Poniendo la mesa. 

La interrumpió la sensación de que el piso de madera reverberaba bajo sus pies. Lua se detuvo, plato en mano, con un brazo semi estirado, para prestar atención. La casa tendía a latir, pero no tan fuerte. Se escuchaba algo a lo lejos, en la oscuridad: un rasguido, un golpe, un crujido. En ese orden. Se repetía. Rasguido, golpe, crujido. La casa tenía ventanas, pero la luz no llegaba a entrar en las bifurcaciones. Así crecía el pantano bajo el manglar: extendía sus corrientes subterráneas a escondidas del sol. 

Con el plato todavía en la mano, Lua se acercó despacio al pasillo. Ella caminaba y crecía. No paraba de crecer. Se estiraba con cada paso que daba. Finalmente vio una sombra. La sombra saltaba y el piso crujía bajo sus pies. Rasgaba algo cuando estaba en el aire. Era una sombra muy pequeña. Sus movimientos eran arrítmicos. De a poco, se dibujaron los contornos del pasillo. La sombra saltaba con una mano alzada. Lanzaba pequeños gemidos de esfuerzo. 

Lua se acercó un poco más. Sus pasos ya no eran pasos, se arrastraba sin hacer ruido. Crujido, rasgueo, golpe. Dejó atrás el pasillo. Ahora estaba en la misma habitación que la sombra. Descubrió que lo que la sombra tenía en la mano era una percha. Trataba de zafar algo en el aire, frente a lo que parecía… ¿la despensa? 

Una fuerte humareda le cortó la respiración y perdió de vista la sombra en la niebla.

    - ¡Amalia, rajá!

El plato se estrelló contra el piso. Lua lo había soltado, asustada por el grito. Le cayó cerca del pie. Quiso alejarse pero pisó un pedazo de plato roto, resbaló y cayó ella también. Intentó poner las manos para amortiguar el golpe, pero solo logró encontrarse con más pedazos de cerámica. En un reflejo de dolor cerró los puños y se cortó. Quedó tirada bajo la nube de humo hecha un bollo. Desde ahí vio la figura encorvada de Amalia salir corriendo. Corrió hasta desaparecer en un repiqueteo de pasos cortos antes que la nube de humo se disipara. 

Lua estaba mareada. Se apoyó sobre un brazo y se agarró la cabeza. Cuando miró hacia arriba se encontró con Sylvia. O lo que parecía ser Sylvia. No llegaba a ver mucho, salvo cuando aspiraba el cigarrillo y la cara se le prendía de bordó. El brillo era poco, pero la oscuridad del manglar lo acentuaba. Podía ver el desprecio en su mirada cada vez que inhalaba. Sus ojos estaban entornados. El humo lo largaba por la nariz. Tenía algo de dragón viejo. Su reino era el manglar.

    - ¿Vos no estabas poniendo la mesa?     - Sí.     - ¿Y? 

Lua se quedó en silencio. La mano le sangraba. 

    - Está mal puesta-. concluyó Sylvia.

La pasó por encima dando un paso largo. Lua quedó en la penumbra. No quería volver a la mesa. No sabía a dónde conducían los demás pasillos. La mano le ardía. Escuchaba la casa latir y mover de lugar los cuartos. Decidió quedarse en el piso hasta que Malena pasara. Algún día, tendría que volver del supermercado. 

Las corrientes de humo y frío navegaban dispersas por la casa. Ráfagas sin aviso ni rastro doblaban por los pasillos. La casa se mecía en su propio vaivén oscuro. Lua estaba medio dormida abrazada a sus rodillas contra la pared cuando Malena llegó. Había hecho las compras. Tenía una Coca Cola y golosinas en los brazos. Sonreía, como siempre. Caminaba tranquila: conocía su casa de memoria. Recibía las ráfagas lista para dejarse peinar. Doblaba por los pasillos sin mirar. Encontrar a Lua en el piso la sorprendió. 

    - ¿Qué te pasa? 

Lua salió de su estupor para entrar en otro: la casa bailaba alrededor de Malena. La luz de la entrada viajaba por el pasillo y la coronaba. Pelitos sueltos hacían vueltas carnero y nudos y la adornaban. Los marcos de las puertas le encajaban a medida. Los marcos de fotos se acumulaban alrededor de ella haciendo un arco. Los colores eran lúgubres pero ella brillaba. Con una Coca de un litro y medio acostada en un brazo y dos paquetes de Oreo en otra parecía una estampita de una santa rutera. Lua le rezó los eventos de hace un rato. 

    - Ah, sí. Amalia es diabética, siempre tiene una percha a mano para abrir la despensa. ¿Vos por qué estás tirada en el pasillo?

Lua la contemplaba sin responder. El aura de Malena ululaba con las bajas y subas de tensión de la luz blanca. Un viento le infló la ropa y el pelo y sintió que se la iba a llevar a un pago lejano. Alzó una mano hacia ella, pero Malena se fue hacia atrás con asco. Escondió las ofrendas entre sus brazos y le dio la espalda. 

    - Te sangra la mano. Así no te podés sentar en la mesa. Parate y andá a lavarte, mejor.

Terminó de girar y fue a la cocina a guardar las cosas. Lua se quedó en el piso. Todavía tenía pedazos de cerámica en las manos. Empezó a pararse de a poquito. Miró alrededor, pero no reconocía ningún pasillo. Se preguntó qué hora era. 

Un ojo de vidrio recorre la casa. Va rodando por su carril de roble y baja la velocidad cerca de cada puerta. Arrima la pupila y espía. El ojo busca. Su giro suena parecido a la mesa con borde de mimbre que usan para llevar el mate al cuarto de la tele. Es un sonido familiar. El ojo se mantiene húmedo, pero no tanto como para llamar la atención. Huele a ropa vieja. Al agua sucia que recorre los pasillos. 

Es difícil leer qué hora es. Lo que llega del sol se comporta distinto dentro del manglar. Hay una suerte de luz propia que emana de los objetos y revela sus contornos. No se ve nada más. Hay solo penumbra y un ojo al que hay que seguir con el oído. 

Finalmente, el ojo encuentra a Lua. 

Lua estaba sentada muy cerca de Malena. Se llegaban a rozar las rodillas. Respiraba entrecortado. Era como si la hubiera tomado por completo un vaho de vapor, un rocío, algo con vida. Intentó concentrarse. Estaba por mostrarle a Malena unas pulseras que le había traído de regalo. Una para cada una. En realidad, unas pulseras que había traído para hacer. Había estado toda la tarde esperando un rato así. Había traído dijes de distintos colores y metales. Había ido personalmente a Once a elegir los hilos: algunos encerados, otros brillantes, color pastel y otros saturados. Ya sabía qué colores iba a elegir Malena, pero le iba a encantar tener opciones. 

Se miraron. Lua tomó aire pero, antes de que pudiera abrir la boca, Malena le puso una mano sobre su rodilla. Su corazón se aceleró. Sintió un calor correrle desde la mano de Malena al resto del cuerpo. Le dijo algo también, pero Lua no llegó a escucharla. Su cuerpo hacía demasiado ruido: el corazón le latía, la cabeza se le llenaba de remolinos, su garganta, repentinamente seca, carraspeaba. ¿Se movía el piso? Los pies se le fundían en el parquet. Miró hacia donde estaba Malena, pero solo encontró a su sombra entrando al baño. Le había tomado la rodilla para excusarse, ya volvía.

El ojo aprovechó la pausa y entró. Lua lo vio enseguida. No podía guiñarle, pero Lua sabía que le guiñaba. Se le hizo un nudo en el estómago. El ojo cruzó la habitación hasta llegar a sus pies. Lua los subió al sillón para alejarse. Repasó con la mirada el arroyo opaco que iba dejando tras de él. Láminas de mugre flotaban en esa pátina de no más de un milímetro. Bajó los pies de vuelta, bruscamente: en el reflejo de esa pátina creyó ver a Malena. Lua dirigió la mirada hacia la puerta del baño: la luz estaba apagada. El vidrio esmerilado que coronaba la puerta ya no brillaba. Miró al ojo otra vez, pero ya no estaba. Había emprendido su camino río abajo por un río que él mismo creaba a su camino. Los reflejos sobre la pátina de mugre ondulaban y bailaban como la ropa de Malena. Lua se paró y comenzó a seguirlo.

Salió del cuarto. Un par de metros adentro, el pasillo se ponía frondoso. La luz se ofuscaba. Había menos oxígeno. Los pocos destellos venían de ocasionales marcos y picaportes. Habían ingresado al sector de objetos bioluminiscentes. Todos los objetos brillaban mostrando su contorno, pero su luz no servía para ver. La distraían, pero ante todo la asustaban. Tenía miedo de ver nacer a uno del piso. O de que se movieran. Se concentró en el sonido del ojo rodando en algún lugar cercano. Con una mano en la pared para no caer, avanzó por muchos más pasillos de los que creía posible. Subían, bajaban, doblaban. Finalmente, vio al ojo entrar a una habitación por la hendija de una puerta. Una puerta inmensa que le recordaba al ascensor. Lua palpó la puerta hasta encontrar un picaporte. Por un segundo dudó. Tenía miedo de haber dejado la casa atrás sin darse cuenta. De estar a punto de entrar a una trampa que la expulsara de Paraná. Pero con el reflejo de Malena en mente, giró el picaporte y entró. 

Un tufo de ropa vieja, amarillenta, le aplastó la cara. Podía oler las frazadas cubiertas de polvo y alergia. Las sábanas teñidas de manchas color ocre y bordó de pervinox. Pañuelos ahogados en agua oxigenada e incontinencia. Estaba más oscuro y más húmedo que en cualquier otra parte de la casa. Los olores se prendían del aire espeso. Lua empezó a respirar por la boca. Tenía los ojos empañados por el olor punzante. Se tapó la boca con ambas manos, para no tragar más nada y, recién ahí, notó que no estaba sola: había otra respiración más, entrecortada. La buscó por la habitación en penumbra. Solo encontró una ventana abierta con una cortina a media asta. Se alzaba en la mitad del cuarto. Un fantasma a duras penas en pie. Entraba suficiente luz para verla, pero no mucho más que eso. Una ráfaga de viento bajaba por una escalera vieja de madera y la hacía flotar  en el espacio. Después la misma ráfaga de viento daba la vuelta y volvía con aún más fuerza cuesta arriba por los escalones. Sacudía cada tablón a su paso. Tiritaban, intentando aferrarse a sus clavos. En uno de esos escalones, su mirada se cruzó con el ojo. 

El ojo reanudó la marcha y fue subiendo uno por uno los escalones de a saltos. Lua corrió hacia él pero antes de llegar sus pies se desprendieron del suelo y flotó hasta un altillo plagado de destellos. Miles. Ninguno terminaba de ser una luz. No iluminaban, solo brillaban. Un cuarto de brillantina refractada. Brotes luminosos de diferentes tamaños que se movían dentro de su núcleo y giraban. ¿Cómo un CD? ¿Cómo vidrio? ¿Cómo los arco iris de agua que cuelgan de las hojas de un manglar?

Eran botellas. Botellas del tamaño de una damajuana. Botellitas de souvenir. Bidones. Botellones verdes translúcidos. Botellas de todos los tamaños y formas, y dentro de cada una…un barco. Transcurrían pequeños paraísos: barcos de madera hechos con palitos chinos y varillas, cosidos con cola e hilo. Sus proas tenían nombre, sus velas estaban tensas, sus cuerpos en movimiento. Había cientos de veleros, ninguno igual al otro. Había una inmensa flota en miniatura que navegaba las paredes de la habitación. Las botellitas más pequeñas contenían barcos salvavidas y flota flotas de emergencia. Las más grandes contenían buques y formaban filas en cuña. Algunos barcos contenían tesoros. Cargaban cofres de monedas. Cargaban diamantes y damas de alcurnia secuestradas. Uno grande, bañado en oro, cargaba el ojo de vidrio de Alejandro. El ojo le hizo un guiño  y señaló a un buque dorado con un dragón cobrizo de madera reptando las velas: Malena iba trepada en él con una pierna de cada lado del cañón. Sonreía. El viento le inflaba la ropa. Ella hacía algo con sus manos. Cric, cric…. cric …. cccrrrrrric, encendió una mecha y un sonido parecido a un descorche salió del cañón. Nada voló por los aires, pero un barco recibió el golpe y comenzó a hundirse. Se alzaron las olas y comenzó una guerra invisible que hacía vibrar las paredes. La flota estaba entusiasmada. La fila de velas color verde surcaba viento a favor. Sacos repletos de monedas y doblones bajaban de un barco a través de una soga. Las olas se estrellaban en paredones de espuma. Rompían contra las botellas y bloqueaban la vista de su interior. Perdió de vista a Malena. 

El ojo saltó botella abajo, haciendo un clinc, clanc, clinc retumboso hasta llegar al piso. La llamó. No con palabras, sino como llaman los ojos, con la sensación de que están mirando. Lua pegó un último vistazo al mar de aire y lo siguió en línea recta a través de la oscuridad hasta un escritorio bajo. Lo iluminaba una luz blanca. Parecía la luz de un escenario. Bajo ella, Alejandro. Alejandro jadeaba y trabajaba. Intentaba respirar hondo pero el aire no llegaba a los lugares donde tenía que llegar. Su garganta parecía el cuello de una botella como la que estaba trabajando en ese momento con unas largas y finas pinzas. 

El ojo se le subió al hombro y volvió a su cavidad para, ahora sí, mirar a Lua de frente. Alejandro apoyó las pinzas sobre el escritorio, tomó aire y también la miró. Tomó más aire, cada vez más. Más de ese aire con humedad que lo hacía jadear y llevaba ese jadeo hasta la puerta de la habitación. Tosió. Su voz desintegrada, hecha añicos por años de fumar y de estar y desgastarse en el sexto piso de Paraná, hizo un par de intentos rotos de palabras. Lua lo esperó, inmóvil. Le dolía escucharlo.

    - ¿Te gustan….mis…. mis te…mis tesoros? Hay que… guardar… los tesoros. 

Y Alejandro, exhausto por ese esfuerzo, volvió a darle el costado y siguió con su barco. 

— 

Lua navegaba una vez más el mar de sillas de hilo verde agua. Llegó tarde a la mesa. Alguien la había puesto de nuevo, distinto a como lo había hecho ella: los vasos iban por adentro de los individuales, no por afuera; la copa de vino a la derecha y no a la izquierda; y las cucharas eran más pequeñas, no las grandes soperas que ella había dispuesto. Sylvia estaba sentada en la cabecera. A su derecha, Malena sonriente, sumida en algún lugar de sus pensamientos. Le seguían dos platos y sillas vacías hasta llegar a la cabecera. Ahí estaban Amalia y Alejandro. 

Se quedó parada cerca de la mesa, atenta a alguna indicación. No  llegó. Nadie la miró siquiera. En pasos titubeantes, haciendo micropausas por si alguna contraindicación llegaba, llegó hasta la silla al lado de Malena. 

Malena no notó su llegada. Cuando se le metía algo en la cabeza era como si todo lo demás desapareciera. Las aguas se abrían y cerraban tras ella. Tal vez estaba en otro lado,  izando velas, prendiendo la mecha de un cañón, conjurando pequeñas pesadillas para que cobren vida por los manglares de la casa. Le acercó un meñique, para que volviera, la notara, pero no. Lua sintió como una de esas pequeñas pesadillas se deslizaba por el brazo de Malena hasta alcanzar su meñique, y luego el de ella. Rápida trepó hasta su pecho y comenzó a expandirse. Abrazada panza abajo, se multiplicaba en miles de manitos y piernas: una raíz oscura que la iba atrapando y haciendo presión. Buscaba espacios libres para envolverla en una posición incómoda. Sus pulmones retenían cada vez menos aire. No podía asfixiarse ahí, sin siquiera haber comido. No podía ceder al agua del manglar. Se concentró en vez en el cuadro frente a ellas, en la pared: unos perros jugaban al póker. 

Un pitbull hacía trampa y esperaba para jugar un as escondido entre las patas. No le hacía falta hacer trampa, tenía una buena mano. Lua se esforzó por descifrar las demás cartas en juego, pero los perros se dieron vuelta para gruñirle y se asustó. Miró rápido para el otro costado, adonde estaban Amalia y Alejandro. Los perros siguieron su juego serios, con las cartas al pecho, salvo el Pitbull que quedó mirándola de reojo, riendo por lo bajo. 

Amalia estaba concentrada en la jarra de agua. Hacía cosas con la lengua: chasqueaba, se lamía, la sacaba un poco para afuera. No se babeaba, pero le temblaba la boca. Alejandro, en cambio, estaba perdido en algún punto fijo. Tenía el encendedor en mano, balbuceaba. Su ojo de vidrio estaba fijo en ella. No tenía a dónde escapar. No sabía qué hacer. Estaban en silencio desde que llegó. Miró para abajo y se encontró con su reflejo sobre la mesa espejada: se estaba riendo. De ella. Su reflejo. ¿Podía hablarle a su reflejo? El reflejo negó con la cabeza. 

    - ¿Qué hacés?

Era Malena. Había vuelto. Lua giró para confirmar. Sí. Era ella: cuando estaba presente, calaba hondo. Tenía fama, la mirada de Malena. Era como si pudiera pesquisar a su antojo todo lo que había dentro de la persona con solo mirarla fijo. Lua se perdía en ella cuando la miraba así. Malena estaba a punto de decirle algo. Se le acercó al oído para que la escuchara solo Lua. Tal vez le confiara dónde había estado hasta recién. Tal vez Lua también estuviera en ese barco. Pero entonces Sylvia dijo:

    - Ah, sí. La comida-, y Malena se distrajo.

Sylvia tocó una campanita. La puerta de la cocina se abrió. Apareció Carmen, la cocinera, con una bandeja humeante de carne al horno con papas. La apoyó sobre una mesita al costado de Sylvia. La misma mesita con cuatro ruedas y bordes de mimbre de dos pisos que usaban para llevar el mate por la casa. Chirriante, empezó su recorrido alrededor de la mesa. 

La carne no olía bien. Olía ácida porque en Paraná usaban sal sin sodio, por Amalia, y baja en colesterol, por Alejandro. La carne estaba cortada en láminas gruesas, cocidas por demás. Cada corte estaba envuelto en una capa de grasa gomosa. Nadaba en un caldo brilloso que se le atascaba en cada pozo y pliegue. Comer en Paraná dolía. La vez pasada, para el mate, Carmen había servido unas tostadas que contra toda ley de la física se estiraban cuando Lua las quería morder. Ella había intentado romperlas con los colmillos, con las muelas, haciendo fricción como los perros, moviendo la cabeza en todas direcciones y llenando todo de migas en el proceso, pero no hubo caso. Aquella vez Lua se dio por vencida, dijo que no tenía hambre y dejó una tostada a medio comer. Más tarde escuchó a Sylvia decir por teléfono fijo  “Esa chica es una maleducada”. Cuando escuchó el clac y los pasos que se alejaban, Lua se acercó al teléfono a escondidas. Sin saber por qué. Quizás con la intención de redimirse ante él. Explicarle que no era una maleducada. Contarle a alguien lo que estaba pasando. Era un teléfono antiguo, celeste pastel, a rosca. Hacía un runrún de ruleta cada vez que giraba. Lua levantó el tubo con mucho cuidado y descubrió que no tenía tono. Pero eso fueron las tostadas. Con suerte la carne sería más blanda. La podría cortar con el cuchillo en pedazos tan pequeños que ni haría falta masticar. 

Le tocó servir primero a Amalia. Carmen se paró al lado y espero mientras ella, hecha una gelatina, trataba de asir los cubiertos. Cuando lo logró, sin embargo, Carmen se los sacó repentinamente de las manos, le gritó “Por favor, Amalia. No podés ser así, apurate.”Y soltando los pedazos de carne antes de tiempo para que al golpear el plato la salpicaran, le sirvió ella. Amalia quedó fruncida, encorvada en un puchero. 

Después llegó el turno de Alejandro. Carmen se acercó con la mesita y frenó a su derecha (el lado de servir, había aprendido Lua). Lo miró con un brazo a cada lado de la cadera. Tenía una remera con una estampa de flores que tal vez fuera rosa lindo alguna vez, pero se había fundido en un blanco usado con manchas de aceite. El patrón de la tela se deformaba al llegar a su abdomen y se dividía en partes desiguales entre áreas elastizadas y deselastizadas. Los pantanos pudren todo de a poco y ese cuerpo que se le caía. Le recriminó:

    - Alejandro, ¿dónde está tu ojo? En la mesa sin ojo, no.

Alejandro jadeaba. ¿Cómo podía saber él dónde estaba su ojo? A Lua le dio pena. Malena se había ido de vuelta. Sonreía apoyada sobre su codo con el mentón sobre sus dedos. Miraba el cuadro de los perros.  

    - Es obvio que el pitbull se está carteando 34s¿Por qué los demás perros no dicen nada?-. preguntó.      - Porque son perros, mi amor.- le contestó Sylvia. 

Malena sonrió un poco más. 

    - Debe ser.- dijo pensativa.     - Alejandro, ¿sos sordo ahora también o te hacés? Sin ojo, no.-, seguía Carmen.

Entonces Lua lo escuchó. Era casi igual al sonido de las ruedas de la mesita en movimiento, pero más sutil. Estaba debajo de ella. Trató de ignorarlo y miró el cuadro de los perros, pero el ojo insistía. Shú. Le susurró bajito. Fuira. No funcionaba. “A mí no”, pensó mirándolo fijo. El ojo pestañó y se fue. Huyó, herido por la indiferencia. El pasillo amplificaba su veloz arrullo de canica. Se escuchaba tan fuerte que todos en la mesa volvieron su mirada hacia esa boca oscura que conectaba el comedor con el resto de la casa. Cuando el ruido se detuvo, y luego, cuando lo hizo también su eco, Sylvia se paró. Juntó las puntas de sus dedos frente a ella, dejando aire entre ellos como una pata de rana, a la altura del pecho. Luego separó sus palmas, una hacia cada lado, en un gesto explicativo, pausando la mirada brevemente en cada comensal, para concluir:

    - No hay ojo, no hay cena.

Y se fue también por el pasillo. La mesa se fue vaciando de a poco. Carmen volvió a la cocina con la bandeja de carne. Los demás siguieron el camino del ojo. Malena seguía perdida en el cuadro. Lua carraspeó un poco y, con timidez, se animó a preguntar:

    - Male, ¿vamos a tu cuarto?

—-
Todos los roperos eran de madera y sus cajones funcionaban por encastre. Con los años, la humedad y el maltrato, habían terminado por hincharse. Las astillas se erizaban desde lo más hondo de esos cuerpos hundidos en la pared. En lugar de manijas tenían una abertura en forma de cuna que iba desde el centro hasta los extremos. Con un pie dentro del ropero, Malena forcejeaba con el cajón. El ruido de madera seca deslizandose era horrible, pero a Lua le gustaba porque venía con esa parte de la noche. Malena terminó de abrir el cajón y con un gesto triunfal sacó un puñado de remeras para Lua:

    - ¿Cuál te gusta más? 

Lua fingió pensar. A ella le gustaba la amarilla. Malena una vez le había dicho que hacía que sus ojos se vieran más verdes. Además era suave y de a poco iba tomando su olor. Se la quería apropiar y tener un pedacito propio de Malena en ese manglar. 

    - Tomá, agarrá la amarilla. Las dos sabemos que vas a agarrar esa. 

Malena ya tenía puesta su remera blanca gastada. La de Toyota, que un tío le había traído de alguna conferencia y era su preferida. Le llegaba casi a las rodillas. Le tiró la remera amarilla a Lua y, apoyando con un pie en el cajón abierto, se trepó al estante más alto del placard: arriba del todo estaban los acolchados y frazadas. A Lua le encantaba ver a Malena trepando por la casa, con su ropa que se le inflaba con el ir y venir del viento y sus trucos. 

Hacía calor. Ese cuarto era un estanque en proceso de descomposición dentro del manglar. Paraná cooptaba de a uno cada cuarto y todo lo que hubiera dentro de él. Con paciencia. Principio y fin se amontonaban en grumos, globos de pintura, tablones levantados, puertas infladas y cables refaccionados con cinta de embalar.

Lua miraba a Malena desde el sillón, con la espalda medio pegada a la cuerina. Tenía un corpiño negro cómodo que usaba como top, y unos shorts de básquet verdes. Malena saltó de su escalón con la frazada en mano. La tiró sobre la cama y se le acercó, riendo. La miró a los ojos y la inmovilizó. Se puso en cuclillas como si fuera un tigre. Que me ataqué, pensó Lua. Malena hizo una pausa y finalmente saltó. Lua pegó un grito, trató de esquivarla. Malena se le tiraba encima y ella la frenaba agarrándola de las muñecas.

    - ¡Soltame!-, le gritó Malena      - No te suelto nada.

Malena la imitó. No te suelto naaadaa. Estirando las vocales. Haciéndolas sonar más agudo. Lua estaba feliz, pero no podía sostener el juego mucho más: el dolor de panza por la risa y el esfuerzo le estaba aflojando el grip sobre las muñecas de Malena. La tenía tan cerca. Tan cerca. Al final, la soltó y cayeron ambas abrazadas al piso. Malena siempre estaba calentita. ¿Cómo hacé?, se preguntó Lua. La tenía abrazada por la cintura, por debajo de la remera, a muy pocos centímetros una de la otra. La cabeza apoyada sobre su pecho. Se levantó un poco sobre los codos hasta quedar casi encima de ella. Era cosa de unos centímetros nada más. Pasó un brazo por debajo de su cuello... 

    - ¡Pará!-, le dijo Malena seria, de repente.      - ¿Qué?      . Me muero de hambre.

Malena se la sacó de encima y se sentó. 

    - Andá a buscar algo a la despensa. Al final del pasillo, cruzás la puerta y a la izquierda… ¡Bah, qué te explico! Si hoy te encontré tirada ahí. Esa es la despensa. Fijate que arriba tiene una traba. Agarrá de ahí lo que quieras y cerrá cuando te vayas. 

Lua dudó. Estaba bien así. Ella también tenía hambre, pero más tenía ganas de quedarse. 

    - Dale, te espero con la peli puesta. ¿Sí?-, le insistió Malena. 

La miraba con la cabeza ladeada. Haciéndole ojos. Sin hacer puchero pero con todo el cuerpo confirmando que era, en efecto, un puchero. Lua asintió. Se puso la remera amarilla y salió al pasillo. 

La casa de Sylvia, de noche, era peor. 

—--

A medida que Lua se alejaba de la puerta entreabierta, la calidez era reemplazada por tajos de luz blanca y sombras de faroles lejanos que se apilaban en la oscuridad del pasillo. Corría un viento entrecortado que le daba escalofríos en vez de refrescarla. El camino era angosto y eterno. Lua avanzó con cuidado, había una tensión en el ecosistema que no quería romper. 

Llegó hasta una puerta espejada, igual a la de entrada. No eran espejos de una pieza, sino pequeños espejos separados por las divisiones internas de la puerta, como las ventanas que hacen los niños cuando dibujan una casa. Agarró el picaporte ovalado con ambas manos para abrir en silencio. Todos los picaportes del edificio estaban bordados con flores grabadas en bronce que eran incómodas de apretar. Cruzó el umbral y dejó la puerta apoyada sobre el marco para que ninguna corriente de viento la cerrara de un portazo. 

Llegó a la despensa. Hizo puntas de pie para alcanzar la cadena que usaban de traba. La aflojó y bajó de vuelta al piso, muy lento. No empezó ningún otro movimiento hasta tener los dos talones apoyados. Recién ahí, abrió la puerta. No había cosas ricas en Paraná. Hizo un paneo rápido: té, yerba, sacos de mate cocido, galletitas de agua, cantidades ridículas de galletitas de agua. Palpó el estante más alto con una mano y al lado del papel higiénico  encontró unos alfajores Terrabusi. Perfecto. Había tres. El tercero podían compartirlo. Hacer un mordisco cada una, tratando de no hacer migas, tapadas, tiradas juntas en cama en el lejanísimo cuarto de Malena. Se le hacía que nunca había estado tan lejos de Malena como ahora. La idea le sacó toda la cautela de encima. Estaba harta de dar vueltas sola por el manglar. Cerró apurada, haciendo ruido. Puso de vuelta la cadena y se dio vuelta para irse. Un portazo la frenó. 

No podía ser. Ella había dejado la puerta del pasillo apoyada en el marco. No se podía cerrar sola. Contuvo el aire. Una mirada le picaba en el cuello. Lua buscó a lo largo y ancho de los arroyos y raíces que formaban los pasillos de Paraná, pero no vio a nadie: la oscuridad borraba los límites entre piso, techo y pared. Achinó los ojos para acoplarse a la distorsión de los bordes y encontrar alguna pista. Le pareció ver un bulto negro, algo deforme que se movía apenas… y dos pupilas que brillaban. 

Una percha saltó al ataque. Lua no llegó a reaccionar, tenía a Amalia encima. La agarró de las muñecas pero la piel se le derretía hacia atrás y la soltó del asco. Intentó alejarla con las rodillas. Amalia embestía de frente, agitando la percha con una mano y abriendo y cerrando la otra en dirección a los alfajores. Lua separó uno y lo tiró lejos. Amalia no cedía. Tiró los que quedaban, pero Amalia gruñía enceguecida. Ya sin alternativas, Lua la empujó apoyando un pie en su pecho y Amalia cayó de bruces al piso. No podía coordinar los movimientos para levantarse. Estaba atrapada entre sus muchas capas de ropa devenida en marrón, parecía una cucaracha dada vuelta. 

Lua corrió. Corrió lejos. Sin importar el viento, ni los ruidos, ni los espejos de la casa. Corrió gritando el nombre de Malena, que la esperaba en algún lado con una película, bajo una luz tenue y cálida, bajo una manta que ella ya tendría calentita, porque así era ella, emanaba un calor que se le escapaba por entre los agujeros de la remera de Toyota vieja. 

Los pasillos se multiplicaban. Se desarmaban a medida que Lua avanzaba. Las raíces se abrían paso a través de las grietas en el piso, rompían las tablas de madera, salían de rajaduras en la pared. El techo comenzó a descascararse. Las lámparas apagadas se quebraron y volaron cristales alrededor de Lua, que ya no podía correr en línea recta. Iba dando saltos, esquivando ramas, evitando charcos de agua crecientes. La casa empezó a latir cada vez más fuerte. De entre las grietas comenzaron a nacer cascadas. El ruido del agua era ensordecedor. Lua gritaba pero los gritos no viajaban en esa parte del pantano. Aún así, Lua gritaba. Gritaba tanto y tan fuerte que necesitó cerrar los ojos y tropezó con una raíz. Quedó panza abajo en el piso, temblando de dolor. Se incorporó sobre sus codos lentamente. Cuando abrió los ojos vio a su reflejo en el agua. Se reía. Shhhh le hizo con un dedo sobre la boca. 

    - ¿Por qué? ¿Qué hay? -. preguntó Lua. 

Su reflejo reía sin responder. 

    - ¿Qué? Por favor ¿Qué? ¡¿Qué hay?! . 

Un rugido parecido a un trueno retumbó por todo el manglar. El reflejo dejó de reír. Se puso serio, bajó el mentón al cuello y la miró fijo. Las ojeras se le hicieron más largas. Tenía la cara llena de sombras. 

    - ¿Qué fue eso? -. le preguntó Lua, esta vez bajito. En apenas un susurro.

El reflejó señaló al fondo del pasillo. Lua levantó la mirada y llegó a ver algo escurrirse entre las sombras, camuflado entre las paredes y raíces. Asustada, buscó ayuda en su reflejo pero solo se encontró con un charco negro y una estela de ondas circulares que se fundían hacia adentro, ondas que se vieron interrumpidas porque, de repente, el pasillo empezó a crecer. Un terremoto terminó de destrozar las paredes. Avalanchas violentas comenzaron a brotar de todas partes. Oleadas de agua negra, de corrientes contrapuestas, arrastraron a Lua. Estaba a merced del pantano, navegando sin agencia como una hoja caída. Intentaba aferrarse a ramas y grietas pero todo se rompía. Entre revolcones que la aplastaban contra árboles, contra trozos de pared y luego la devolvían al medio de la corriente, vislumbró una figura sumergiéndose. Parecía un cocodrilo, pero más elongado. Su lomo enhebraba la espuma de las rompientes y tejía su recorrido. Era largo, escamoso, brillante. Tenía la velocidad y los colores del manglar en su piel. 

El nivel del agua crecía y ya casi no había rastros de lo que alguna vez había sido Paraná. Entonces Lua escuchó un rasguido conocido. El ojo se deslizaba por el relieve de la pared. Bajaba como por un tobogán y saltaba los vacíos entre puertas haciendo su crrric de canica cuando caía. 

    - ¡Ayuda!-, rogó Lua,- ¡Por favor, ayuda!

El ojo la miró. Estaba lloroso. Pensaba. Evaluaba. Después aceleró hasta perderse en la oscuridad. Durante un par de segundos, Lua escuchó su rasguido reverberando por la pared hasta que una ola la hundió. Salió a flote de vuelta pero no llegó a tomar aire: otra ola la estrelló contra una orilla. La mano de Lua se encontró con un picaporte redondo. Se aferró a él. Intentó mantener la cabeza sobre el nivel del agua. Hojas, pedazos de raíz, ramas, musgo, todo se le iba atascando al cuerpo. El lomo del monstruo  se acercaba a toda velocidad. Lo vio reaparecer sobre la superficie a unos metros. Los retazos de piel a la vista largaban humo por los poros. Su niebla fue envolviéndola hasta dejarla dentro de una nube. Los ruidos se apagaron, una calma la acorraló. Entonces, con la paciencia y el deleite de un cazador, una cabeza de dragón salió de bajo del agua. Sus ojos amarillos la perforaban. Sus pupilas con forma de ojal eran de un negro centrífugo que hacía que el dorado, ocre y maíz que las rodeaba se arremolinara como una pócima dentro de una caldera hirviendo. Me va a incinerar, pensó Lua. Con el poco coraje que le quedaba soltó el picaporte. Se cubrió los ojos, lista para dejarse ahogar antes que ser comida por el Dragón de Paraná. 

Crricc…crriicc…crrrrric…. un seseo y luego un estruendo. Lua abrió los ojos y se encontró rodeada por una flota de barquitos hechos con fósforos, escarbadientes, cajas de cartón y láminas de madera fina. Flotaban dentro de sus botellas. Cargaban sus cañones y disparaban balas invisibles que explotaban en el agua. Un barco que navegaba dentro de una botella de tamaño generoso, hundió su boca y guardó a Lua dentro de su guarida de vidrio. Inmediatamente tomó el timón. En el barco de al lado, Alejandro navegaba rodeado de perros con pelajes de trébol, picas, corazones y diamantes. Algunos ladraban y corrían por la borda, otros fumaban habanos y lanzaban cartas sobre la mesa. Un as voló por el aire. Se asomó a ver de dónde venía y se encontró con un pitbull que le guiñó el ojo. Quiso acercarse pero una bala le pegó a su botella y Lua cayó. Se puso de pie buscando al responsable de su ataque: era Amalia, tenía hambre. Desde su barco, revestido en capas y capas agujereadas de velas marrones venidas a menos, le agitaba la percha que llevaba de garfio. Recién ahí, Lua notó que su barco estaba repleto de tostadas, alfajores y pepas rellenas. 

Otro estruendo volvió a sacudirla. Su botella se partió en dos y una grieta se abrió debajo del barco. Las corrientes se movían rápido. Notó que a lo lejos, el lomo del monstruo daba sus puntadas sobre el agua y se acercaba cada vez más. Miró hacia la grieta de agua negra entre filos de vidrio roto y se tiró de clavado dentro de la hendidura de su barco herido. Y nadó. Nadó hasta el fondo. Nadó con fuerzas hasta escuchar la voz de Malena. La risa de Malena.

    - ¡Malena! ¿Malena?      - Lua, ¿qué hacés?      - ¿Malena?      - Estás toda sucia, así no podés ver películas. 

Lua no tenía más aire. Estaba por ahogarse pero el piso, el fondo, lo que sea que hubiera debajo de ella, se desplomó dando paso a un nuevo abismo. Ya no había raíces ni manglares, solo oscuridad. Mientras caía, el aire la secaba y le limpiaba los restos de pantano. ¡Paf! Chocó contra el parquet de madera. Un choque que tendría que haber resonado por los pasillos pero fue absorbido por la selva. Al golpe lo absorbió su cuerpo, que se sentía como un saco de arena pesado que se rompe y deshilvana a cada movimiento. Como pudo se sentó. Sus manos estaban arrugadas, tenía dedos de pasas de uvas. Cerca, el parquet crujía. Amalia, Alejandro, unos perros, el pitbull, el ojo, caminaban lento hacia una nueva puerta dibujada en la pared donde solía haber una grieta. Muy lento, dejando una huella húmeda detrás. El ojo se volvió hacia ella y se quedó mirándola. 

Entonces Lua lloró. Lloró desconsolada. Lloró hasta ahogarse. Lloró hasta que una puerta se abrió y apareció Sylvia y el sollozo se le quedó atravesado al punto de no poder respirar. Detrás de ella, podía ver la luz cálida que se escapaba de la habitación de Malena. Tan lejos. Tan tan lejos. Sylvia la miró. Esperó a que se calmara y, antes de cerrar la puerta con mucho cuidado, le dijo:

    - Shh, Malena duerme. Andá, por favor. 

Lua quedó de rodillas, con su remera amarilla hecha un trapo. Quedó enfrentada a su reflejo partido entre los espejos desgastados de la puerta cerrada. El reflejo la miró. Llevó las manos a la altura de los hombros y le hizo un shu, despectivo. Fuera. Sacudiendo sus manos. Raje. Vaya nomás. Lua, que ya no tenía fuerza alguna siquiera para plantarse frente a su propio reflejo, le hizo caso, se paró con gran esfuerzo y haciendo palanca sobre sus rodillas, siguió a los demás. 


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