Amalia Rajá

Hay un momento por el que pasamos todos los primos de la familia y que en algún momento, aunque nadie se acuerda cuándo, pusimos en común: un día nos dimos cuenta que la pareja que vive en la casa de mi abuelo son hermanos. Sus hermanos. Nuestros tíos abuelos Amalia y Alejandro. 

Algunos nos enteramos por un comentario al pasar a nuestros papás. O una pregunta a mi abuela. Nunca por una anécdota de cuando eran chicos ni mucho menos. Sabía que Alejandro era el padrino de mi mamá, pero eso no tenía una atadura filial en mi cabeza. La cuestión es que esto fue un problema general de público conocimiento pero cierta discreción. 

El problema es simple: yo creo que pensamos que Amalia y Alejandro, este set inseparable de pilas doble A, eran pareja porque nadie en la casa los trataba como familia. No se nos enseñó a quererlos como familia. Nadie te decía "antes de ir a la cocina a tomar el té andá a saludar a Amalia", ni te preguntaban si charlaste con ellos cuando fuiste a jugar a lo de los abuelos. 

No es por decir que no los querían. Tengo el recuerdo de mi mamá regalándole un encendedor de navidad o cumpleaños. El se murió de alguna enfermedad del pulmón, y soy de los que creen que uno tiene derecho a morir de lo que uno quiere, así que me parece un lindo regalo el encendedor para que siga consumiendo su vida de a puchitos. Pero a ojos nuestros los querían como se quiere a un conocido, a amigos de tus padres, no sé. A alguien que no necesariamente tiene que ver con vos, sino con otro. 

Eso por un lado. Por otro, la realidad es que los trataban mal. Nos hacía reír eso. Primero nos chocaba, pero después nos daba risa. Es como si en la casa vivieran gremlins: todo lo que hacía Amalia ponía los nervios de mi abuela a prueba. Era la tarea doméstica de la que le tocó hacerse cargo. Mi abuelo los acogió en su casa, mi abuela se tenía que ocupar y los odiaba. Odiaba todo, pero particularmente Amalia te daba razones. 

No sé bien qué tenía, mis abuelos vienen de una generación en la que no se habla de enfermedades, malestares ni sexo, ni infidelidades ni hijos perdidos (a menos que sean los de otros). Pero Amalia no estaba bien. Era chiquita, encorvada, repetía siempre las mismas frases, no parecía poder elaborar mucho pensamiento, pero mi abuela te decía que no te engañe, que era vivísima. 

A veces te bajaba a abrir. "¿Qué hacés vieja? Estás flaca. ¿Te dijeron que estás flaca? Estás muy mona. Y si alguien te dice que no, ¡los cago a piñas! ¿Me escuchaste? .... ¿Cómo estás flaca? Estás regia. ¿A qué colegio ibas vos?" y así se repetía. Casi siempre las mismas preguntas. Siempre muy cariñosa. Inocente. Te daba hastío. 

Creo que también tenía diabetes. Pusieron una traba a la despensa para que no se coma las galletitas. En la parte de arriba de la puerta, en un piso con techos altos. Amalia medía con suerte un metro cuarenta, pero cuenta Sylvia que es vivísima y que no la podías dejar sola porque la encontró con una percha saltando tratando de zafar la traba. 

Mi primer perro cuando no lo quisimos más se lo regalamos a Amalia. Se llamaba Rosita, y la detestaba a Amalia. Si se acercaba le gruñía y trataba de morderla. Esto nos tenía ahogando risas con las manos. Un Jack Russel todo erizado queriendo geder a todo el mundo menos Amalia, que tiempo para jugar le sobraba y la sacaba a pasear. 

Amalia era muy paseandera. Paseaba por toda la casa. Y cuando todavía podía también salía a caminar a la calle. La mandaban al quiosco. A comprar esa cosa que faltó del chino. Al super. Y volvía con todo tipo de cuentos que repetía al hilo hasta que se los contaba al aire porque todos le estábamos dando la espalda o haciendo otra cosa. 

También paseaba de noche. Una vez mi prima se levantó a las 4 de la mañana ante una figura agachada, muy muy cerquita de su cara, con olor a encierro y ese aroma de que tiene la ropa que ya se puso amarilla, que le preguntaba si la había visto a 'la flaca' o 'la vieja', a mi abuela. 

¡AMALIA RAJÁ!

Si habremos escuchado ese grito. Y si lo habremos repetido. Se gritaba sin mirarla a la cara. Eran las 4 de la mañana y Amalia se había escapado del cuarto. Entendé, no es fácil vivir con Amalia. Te vuelve loca. Vos porque no viviste ahí todos los días. Te lleva al límite. Eso nos explicaban al principio, cuando escuchábamos el grito por primera vez. 

Alejandro, en cambio, no salía de su cuarto. Era reservado. Alguna que otra vez fui a explorar y charlar. No charlaba mucho. Tenia la voz desintegrada, hecha añicos, por años de fumar y de estar y desgastarse en este 4to piso de Paraná. Se voz era áspera, tersa, casi que dolía escucharlo y además, no emitía sonidos distinguibles uno del otro. Lo poco que salía se lo tragaba la banda de crónica de fondo, siempre puesta en la tele. 

En general estaban los dos abajo, uno en la cama y el otro en el sillón. Yo lo conocí hecho un tembleque. Pero me acuerdo como se me estiraron los ojos cuando descubrí que todas las botellas que había en el piso de arriba. Todas las botellas que había, de todo tipo de tamaños, desde damajuanas hasta frasquitos de veneno, las había llenado de barcos con carabelas y proas y popas y colores él. No me entraba en la cabeza cómo se podía construir un barco tan complejo, tan hermoso, desde cero y desde afuera. ¿Con palitos? ¿Con pinzas? La voz desgastada de Alejandro no me lo podía responder, pero lo que supo hacer era muy increíble. 

¿Habrá trabajado Ale? ¿Tenía algo como Amalia también? Quién sabe. Lo que es seguro es que a nadie le importa mucho. El cariño quedó en la generación de arriba y la información no pasó a la de abajo.

Nadie nos enseñó a querer a Amalia y Alejandro. Y un poco, el amor, se enseña. Los cuidados, los mimos, la atención, el cariño por querer, uno lo enseña. Yo me acuerdo cuando Amalia se ponía pesada. Cuando insistía mucho. Cuando le decía "¿Vieja? ¿Flaca? ¿Estás?" A mi abuela demasiadas veces. Cuando interrumpía las conversaciones. O se ponía en frente tuyo. Una presencia innegable, sólida, tangible. Ella estaba ahí. A cargo nuestro. Con su diabetes, sus problemas, y su sangre corriendo en común. No le podías matar, ni mandar a otro lado, ni escaparte. Amalia era inevitable como la muerte. Pero te acechaba mucho más de cerca. 

Lo que aprendimos fue que, a cierta gente...no es que está bien tratarla mal, pero es entendible. Es perdonable. Es algo de lo que se te podría absolver. Somos al menos 30 personas en la familia, y en todas las guerras y peleas que hubo, ninguna fue en pos (ni en contra) de Amalia y Alejandro. Amalia y Alejandro no se podían defender ni plantar. Eran como plantas, pero más molestas. Como insectos de fruta, que no se van pero no hacen realmente ningún daño.

Es difícil la locura, ¿no? No es culpa de la otra persona. No hay nadie a quien culpar. Ni responsabilizar, que sería el principal tema de interés. Tenés que entender, nos decían. Nadie nos enseñó a querer a Amalia y Alejandro como familia. Y tampoco a quererlos. Eran parte de la casa. No tenían historia, ni la posibilidad de reivindicarla por ellos mismos. La cama de Amalia siempre olía a pis. A veces hacía pis en los pasillos. Un día entré y Alejandro, con su ojo celeste que se le iba para un costado, tenía un respirador y una enfermera. Amalia entraba a ver cómo estaba. 

"Amalia, rajá de acá por favor te pido".

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