En silencio con Igna
Llueve. Siempre llueve cuando pienso en Igna.
Llueve pero hace calor. Está pesado pero no demasiado. Corre viento. Estamos en la costanera sur.
Tengo la frente con gotitas de lluvia, el pelo medio electrificado y esa sensación de estar mojada pero no. El pelo aglomerado, aplastado en mechones marrón oscuro. Todo es gris, menos los árboles que están más verdes que nunca. Se lo digo. Y el agua de los charcos, la lluvia y la reserva son medio lo mismo.
Nunca tengo frío con Igna. Cuando me acuerdo, tengo la temperatura justa. Una mezcla de viento helado que se me metió en la remera y calmó un poco el calor humano que estoy largando, y el espesor que se acumuló adentro del buzo por el clima.
Hay silencio. También, como siempre que pienso en él. Estamos en el auto yendo por la avenida de los italianos. A punto de entrar al museo de la cárcova que lo cruzamos sin querer. Salto un charco gigante para bajar del auto. Tengo la sensación de que se viene una aventura siempre que estamos juntos. Que es raro, porque lo que me queda es calma. Me da ganas de saltar. Y de estar quieta. De respirar más lento.
Es que sé que me va a acompañar. Si hay que saltar una reja se salta. Si hay que pasar un charco vemos cómo se hace. Si llueve, llueve. Nos mojamos. Si hace frío me abraza.
Estoy saltando, pero quieta, para no romper nada. Por eso sonrío. Vamos en el auto y pienso en cómo describir esto. Hace mucho que quiero escribir lo que me pasa con él cuando caminamos. Es mi persona preferida para caminar. Me acompaña en silencio. No está cada uno en la suya yendo en la misma dirección. Es distinto. Es como un silencio involucrado, poco frecuente. En general me persigo. Pero siento que el re disfruta estar ahí. Y yo no sé bien qué disfruta pero lo disfruto a él.
Es la sensación del vapor que se desprende de un tronco de madera cuando se prende fuego. Uno que sigue mojado del rocío. Eso es. Ese vapor que sale es mi silencio con Igna. Es medio intangible, pero lo más preciso que tengo para describirlo.
En general lo agarro del brazo. O me apoyo en su hombro. En general cuando lo hago, él se acomoda para abrazarme también. Y nos quedamos un buen rato. Como en una pose de yoga. Respirando.
Es todo un arte hablar con él. Tengo un cajón al que vuelvo, que es como un mimo, de cuando encuentro un hueco y se entusiasma. Ahí están nuestras conversaciones. Son cortas, así que son fáciles de guardar. De ponerle carátulas y leerlas a través de un folio. Tengo fijas frases, y roces, y una sonrisa que hace de costado. Y una risa que hace cuando le decís algo en lo que no pensó. Es corta, con un sonido seco pero alegre. Hace un gesto con la cabeza para arriba y suelta un poco de aire. A veces la cierra con un puchero, que como tiene boca chica lo hace con la boca entera. Pero no lo pincho para hablar, que es algo que en general hago.
Me quedo ahí y espero. Espero a que él esté, y mientras, duermo en ese silencio. Vemos cosas en el proyector. Estamos. Y llueve. Y tengo al pelo mojado. Y la ventana está abierta dos centímetros para que entre aire. Y me siento tan tranquila que no tengo apuro en llegar a ningún lado. No me importa a dónde vamos.
Sos mi Igna de la guarda, le dije un día. Y lo pienso.
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