Clepta y Clemen
Clepta y Clementina viven solas. Viven solas en lo que solía ser una antigua iglesia, pero también viven solas en el mundo.
Todo empezó y terminó el día en que caminando por las afueras de su pueblo se distrajeron, confundieron de ruta y se toparon con una vieja iglesia venida abajo. Rara, porque tenía un diseño en el que cabían cientas, tal vez miles de personas, y estaba ubicada en el medio de la misma nada. Se fijaron en maps y no había referencias. Tampoco en el buscador. Agotaron sus fuentes y decidieron entrar.
No eran religiosas. Tal vez Clementina técnicamente se admitía católica por haberse prestado a hacer la primera comunión y después la confirmación en el colegio. Pero lo que se dice religiosas, no eran. La pasearon un poco, gritaron “eco”, y se acostaron en el pasillo a mirar el techo. El piso estaba frío, así que acostadas su piel emanaba un aura cálida que humedecía el piso, con pelos semi erizados irguiéndose para tomar aire, mientras que la otra mitad se apelmazaba en la losa para de a poco formar parte de la piedra.
Si pudiésemos preguntarles, no serían capaces de recordar cuánto tiempo pasó ni qué fue lo que pasó con precisión, o para ser francos, con claridad alguna. Pero fue unánime. Sintieron como si se hundieran en un hueco profundo, el cuerpo helado abriéndose paso para luego ser expulsadas del otro lado. Presenciaron cómo los colores se invertían y un cordón vital se cortaba. Y pasó. Y entendieron.
A falta de auxilio, se tomaron de la mano. Con caución se enderezaron y quedaron contemplando la puerta un buen rato con evidente decepción. Se sentían traicionadas. Como si la trampa hubiese sido puesta para otro que sí tomó el sendero correcto. Como si al destino le diera igual si eran ellas u otro quién caía en su giro inesperado, siempre y cuando alguien cayera en la venganza injusta de una construcción abandonada.
Resentidas, se refugiaron en la inacción de morir o despertar. Pero el tiempo pasó y se cansaron. Clemen aprendió a tocar un órgano que encontró en el piso de arriba. Entonces Clepta bailaba ante una audiencia extasiada, inexistente. A cada caída de los dedos sobre las pesadas teclas, respondía una torcida de rodilla, un jalón hacia atrás del codo, un salto en puntas, un onduleo de la cintura escapular.
Cuando el órgano tosió su nota final y se ahogó bajo polvo y madera podrida, recurrieron a la memoria y la rutina continuó imperturbada.
El espacio era abundante, suficiente como para conformar un pequeño planeta. A veces no se veían días. Tal vez una se trepaba a una viga y por varias lunas consecutivas pretendía ser un murciélago. Se alimentaba de los insectos que confundidos se trepaban a su boca abierta y dormía cabeza abajo con los brazos cruzados. En ocasiones se dejaban llevar demás y tenían que aclimatarse con hastiosa lentitud a la luz del sol antes de poder virar el personaje a otra criatura del reino animal. Tal vez una se escondía en un hueco en la pared y esperaba a ser oportunamente descubierta por su amiga, como si fuese una momia abandonada en Egipto, o una piedra preciosa incrustada en las grietas.
Hasta tenían la privacidad especial de los confesionarios, que con propósito de velar por el secreto del sacramento, nacieron revestidos con almohadones de pluma, terciopelo y esponja. Antes se escondían ahí para poder masturbarse o aislarse. Pero a medida que las telarañas se multiplicaban y los blancos se tornaban ocre, ellas también dejaron de preocuparse por cosas como el pudor, la culpa o la vergüenza, y el confesionario dejó de ser necesario salvo para jugar a ser pulga o polilla hambrienta.
Aunque a veces, por nostalgia, jugaban a ser personas y reían a carcajadas inventando pecados. Confesaban haber saltado en el lugar una cantidad imprudente de veces y haber provocado la cólera de las ranas, o que los rayos matutinos las habían iluminado demasiado y ahora temían fosforecer por las noches como noctilucas.
Hay tardes en que en un brote de lucidez, Clementina confiesa que le viene a la nariz un aroma a pan recién salido del horno. Esporádico. Un olor que va hasta la puerta de un local que solía estar cerca de su casa.
En esos días, ambas se miran con los ojos vidriosos. Sin razón ni sustento, solo ellas y la iglesia y los roedores y la nada y el mundo que desapareció. Pero esos momentos son pocos, y al rato Clepta vuelve a su coreografía ancestral, y Clemen a la escalera más cercana a aprender a rodar como los bichos bolita.
Todo empezó y terminó el día en que caminando por las afueras de su pueblo se distrajeron, confundieron de ruta y se toparon con una vieja iglesia venida abajo. Rara, porque tenía un diseño en el que cabían cientas, tal vez miles de personas, y estaba ubicada en el medio de la misma nada. Se fijaron en maps y no había referencias. Tampoco en el buscador. Agotaron sus fuentes y decidieron entrar.
No eran religiosas. Tal vez Clementina técnicamente se admitía católica por haberse prestado a hacer la primera comunión y después la confirmación en el colegio. Pero lo que se dice religiosas, no eran. La pasearon un poco, gritaron “eco”, y se acostaron en el pasillo a mirar el techo. El piso estaba frío, así que acostadas su piel emanaba un aura cálida que humedecía el piso, con pelos semi erizados irguiéndose para tomar aire, mientras que la otra mitad se apelmazaba en la losa para de a poco formar parte de la piedra.
Si pudiésemos preguntarles, no serían capaces de recordar cuánto tiempo pasó ni qué fue lo que pasó con precisión, o para ser francos, con claridad alguna. Pero fue unánime. Sintieron como si se hundieran en un hueco profundo, el cuerpo helado abriéndose paso para luego ser expulsadas del otro lado. Presenciaron cómo los colores se invertían y un cordón vital se cortaba. Y pasó. Y entendieron.
A falta de auxilio, se tomaron de la mano. Con caución se enderezaron y quedaron contemplando la puerta un buen rato con evidente decepción. Se sentían traicionadas. Como si la trampa hubiese sido puesta para otro que sí tomó el sendero correcto. Como si al destino le diera igual si eran ellas u otro quién caía en su giro inesperado, siempre y cuando alguien cayera en la venganza injusta de una construcción abandonada.
Resentidas, se refugiaron en la inacción de morir o despertar. Pero el tiempo pasó y se cansaron. Clemen aprendió a tocar un órgano que encontró en el piso de arriba. Entonces Clepta bailaba ante una audiencia extasiada, inexistente. A cada caída de los dedos sobre las pesadas teclas, respondía una torcida de rodilla, un jalón hacia atrás del codo, un salto en puntas, un onduleo de la cintura escapular.
Cuando el órgano tosió su nota final y se ahogó bajo polvo y madera podrida, recurrieron a la memoria y la rutina continuó imperturbada.
El espacio era abundante, suficiente como para conformar un pequeño planeta. A veces no se veían días. Tal vez una se trepaba a una viga y por varias lunas consecutivas pretendía ser un murciélago. Se alimentaba de los insectos que confundidos se trepaban a su boca abierta y dormía cabeza abajo con los brazos cruzados. En ocasiones se dejaban llevar demás y tenían que aclimatarse con hastiosa lentitud a la luz del sol antes de poder virar el personaje a otra criatura del reino animal. Tal vez una se escondía en un hueco en la pared y esperaba a ser oportunamente descubierta por su amiga, como si fuese una momia abandonada en Egipto, o una piedra preciosa incrustada en las grietas.
Hasta tenían la privacidad especial de los confesionarios, que con propósito de velar por el secreto del sacramento, nacieron revestidos con almohadones de pluma, terciopelo y esponja. Antes se escondían ahí para poder masturbarse o aislarse. Pero a medida que las telarañas se multiplicaban y los blancos se tornaban ocre, ellas también dejaron de preocuparse por cosas como el pudor, la culpa o la vergüenza, y el confesionario dejó de ser necesario salvo para jugar a ser pulga o polilla hambrienta.
Aunque a veces, por nostalgia, jugaban a ser personas y reían a carcajadas inventando pecados. Confesaban haber saltado en el lugar una cantidad imprudente de veces y haber provocado la cólera de las ranas, o que los rayos matutinos las habían iluminado demasiado y ahora temían fosforecer por las noches como noctilucas.
Hay tardes en que en un brote de lucidez, Clementina confiesa que le viene a la nariz un aroma a pan recién salido del horno. Esporádico. Un olor que va hasta la puerta de un local que solía estar cerca de su casa.
En esos días, ambas se miran con los ojos vidriosos. Sin razón ni sustento, solo ellas y la iglesia y los roedores y la nada y el mundo que desapareció. Pero esos momentos son pocos, y al rato Clepta vuelve a su coreografía ancestral, y Clemen a la escalera más cercana a aprender a rodar como los bichos bolita.
Comentarios
Publicar un comentario