Fantasmas
Sé que en mi casa hay fantasmas. Los descubrí la primera vez que me quedé sola a los quince, a cuestas de negociar las llaves con Mariela, que trabajaba en casa. No era para llevar pibes, ni salir, ni nada por el estilo. Me gustaba estar sola. Y cuando mamá se iba los fines de semana, yo hacía lo imposible por conseguir una copia de llaves y encontrar una mentira viable para que no me manden a lo de mis abuelos.
Pero logré quedarme y disfrutaba de los ecos entre ambientes de la casa vacía. Hasta que escuché los portazos y tuve miedo. Sonaban re fuerte, y yo toda adolescente escondida como idiota bajo el plumón.
Nacho no me creía cuando se lo mencioné al pasar, uno de esos fines de semanas gloriosos tras el divorcio de mi vieja en los que, aún teniendo 19, negociaba mi estadía. Dada las diferencias horarias de edad era imposible negarme una copia de llaves, así que le encontró la vuelta al negarme en todo momento su ubicación. La veías preparando un bolso y te decía “es para el sábado, no hoy” y se iba. Podía estar a tres horas de la ciudad camino a un campo y escribirme “mirá que no sé si vuelvo eh...”. Yo intentaba seguirla a través de historias de instagram. A veces volvía, era un quilombo.
La cosa es que estaba cocinando y se escucha un portazo exageradísimo y sintiéndo la mirada de él encima le expliqué: “hay fantasmas. Las ventanas fijate si querés, están cerradas”, y mirándolo entretenida por sobre el hombro, “ igual hacen la suya, cierran puertas y mueven cosas. No molestan”.
Nacho es un ingeniero escéptico empedernido que me va a reclamar hasta el día que nos hastiemos que cualquier uso no físico de la palabra energía es profesar una fe resentida, que se la da de laica y cortó hilos con sus predecesores el catolicísmo, buddhismo y otros primos, pero no por eso no es religión. Yo le digo que fe es lo que yo tengo para seguir gastando energía en discutir con él.
Los fantasmas no los discutió.
Salto al presente y a esta cuarentena le sobran chirridos y llamadas de atención de parte de los ocupas aburridos. Yo entiendo, no es muy interesante lo que tengo entre manos, pero no hay necesidad de asustarme en cada esquinas con siluetas. Los muy sinvergüenzas se están aprovechando.
Pero noté que hay espectros nuevos. Encontré gestos que no conocía en la mesa de luz. Revueltas sobre la cama. Restos de apuntes universitarios en el escritorio que ya no está en la ventana. Con ellos me siento en la baranda y tomo un mate al sol. Me flota por encima el derrame generoso de luz y de lejos ocho años condensados en la puerta.
También en el living escucho conversaciones que sobrevivieron al reacomode de sillones, mesas y macetas. Cuchichean sobre los apoyabrazos mientras cigarrillos sin dueño se apagan en espiral. Uno se materializó y lo encontré en el ficus del balcón, pero es mentolado. Debe haberme confundido por uno de mis hermanos, pobre. Tanto esfuerzo para que solo lo vea yo.
El peor igual es el comedor. Van, vienen personas que se cruzan y mutan entre las encrucijadas que delimitan el principio y fin del siguiente rectángulo. Me quedo tildada mirándolos. Tratando de ponerles fecha, ocasión, un motivo a las imágenes repetidas del art nouveu de la lámpara que cuelga sobre la alfombra monocromática rayada. Los ojeo como quien no quiere la cosa, empecinada. Tontas sombras errantes, ojalá sean felices acá.
“Las puertas se cierran solas bebé”, comento por teléfono. “Y sí amor, tenés fantasmas. Pero son tranquilos”, se ríe él.
Era bastante rompebolas, mi vieja, que a pesar de que yo era tranquila hacía todo lo posible para que no tuviese ningún tipo de privacidad prolongada. Ella se quedó embarazada a los 19 y tenía pánico que me pase lo mismo. Yo mucho antes le grité que éramos parecidas pero que yo no era boluda.
Esas cosas no ayudaban a que me den las llaves.
Esas cosas no ayudaban a que me den las llaves.
Pero logré quedarme y disfrutaba de los ecos entre ambientes de la casa vacía. Hasta que escuché los portazos y tuve miedo. Sonaban re fuerte, y yo toda adolescente escondida como idiota bajo el plumón.
Patiné por la casa sobre mis medias peludas como cuando tenía doce, con un almohadón en mano por el pasillo pululante.
Estaba claro dónde tenían que estar los fantasmas: el comedor, con tres de sus paredes hechas de espejo a partir de la altura de la cadera y una puerta pesada de madera que andaba mal. Pedazos de realidad refractados ahogándose en el azul del techo. Pensé en que podía ser una persona. Pero, al fin y al cabo, resultaron ser solo fantasmas.
Nacho no me creía cuando se lo mencioné al pasar, uno de esos fines de semanas gloriosos tras el divorcio de mi vieja en los que, aún teniendo 19, negociaba mi estadía. Dada las diferencias horarias de edad era imposible negarme una copia de llaves, así que le encontró la vuelta al negarme en todo momento su ubicación. La veías preparando un bolso y te decía “es para el sábado, no hoy” y se iba. Podía estar a tres horas de la ciudad camino a un campo y escribirme “mirá que no sé si vuelvo eh...”. Yo intentaba seguirla a través de historias de instagram. A veces volvía, era un quilombo.
La cosa es que estaba cocinando y se escucha un portazo exageradísimo y sintiéndo la mirada de él encima le expliqué: “hay fantasmas. Las ventanas fijate si querés, están cerradas”, y mirándolo entretenida por sobre el hombro, “ igual hacen la suya, cierran puertas y mueven cosas. No molestan”.
Nacho es un ingeniero escéptico empedernido que me va a reclamar hasta el día que nos hastiemos que cualquier uso no físico de la palabra energía es profesar una fe resentida, que se la da de laica y cortó hilos con sus predecesores el catolicísmo, buddhismo y otros primos, pero no por eso no es religión. Yo le digo que fe es lo que yo tengo para seguir gastando energía en discutir con él.
Los fantasmas no los discutió.
Salto al presente y a esta cuarentena le sobran chirridos y llamadas de atención de parte de los ocupas aburridos. Yo entiendo, no es muy interesante lo que tengo entre manos, pero no hay necesidad de asustarme en cada esquinas con siluetas. Los muy sinvergüenzas se están aprovechando.
Pero noté que hay espectros nuevos. Encontré gestos que no conocía en la mesa de luz. Revueltas sobre la cama. Restos de apuntes universitarios en el escritorio que ya no está en la ventana. Con ellos me siento en la baranda y tomo un mate al sol. Me flota por encima el derrame generoso de luz y de lejos ocho años condensados en la puerta.
También en el living escucho conversaciones que sobrevivieron al reacomode de sillones, mesas y macetas. Cuchichean sobre los apoyabrazos mientras cigarrillos sin dueño se apagan en espiral. Uno se materializó y lo encontré en el ficus del balcón, pero es mentolado. Debe haberme confundido por uno de mis hermanos, pobre. Tanto esfuerzo para que solo lo vea yo.
El peor igual es el comedor. Van, vienen personas que se cruzan y mutan entre las encrucijadas que delimitan el principio y fin del siguiente rectángulo. Me quedo tildada mirándolos. Tratando de ponerles fecha, ocasión, un motivo a las imágenes repetidas del art nouveu de la lámpara que cuelga sobre la alfombra monocromática rayada. Los ojeo como quien no quiere la cosa, empecinada. Tontas sombras errantes, ojalá sean felices acá.
“Las puertas se cierran solas bebé”, comento por teléfono. “Y sí amor, tenés fantasmas. Pero son tranquilos”, se ríe él.
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